Cuentos | Una vuelta a la manzana - Por Diego Ángel Beccani

Me acuerdo como si hubiera sucedido ayer. “¡Salí de acá, perro de mierda!”, gritaba mi viejo con insistencia, revoleando la escoba de un lado al otro. Esa tarde, a pesar de mi temprana edad, me había encomendado ir a buscar a mi mamá al almacén de la vieja Magda porque estaba oscureciendo y todavía no volvía.
A un terreno baldío de distancia de mi casa, un perro dálmata amenazaba a fuerza de gruñidos a cada transeúnte que osaba invadir las proximidades de la vivienda. Se llamaba Gastón. Aquella vez fui víctima de sus intimidantes fauces. Sujetándome de las nalgas con sus colmillos, me sacudió por el aire como si estuviera jugando con un almohadón.

Hoy, por suerte, Gastón ya no está. El almacén de Magda sí. No le va muy bien, pero se sostiene. Sin embargo, sigue sin fiarme.

En un recorrido inverso a las agujas del reloj, me dispuse dar la vuelta a la manzana. Tildado muchas veces de coqueto, pero de modo despectivo, Fisherton es un barrio del noroeste rosarino de estilo inglés: en su fisonomía se advierten casas de ladrillo visto y techo de zinc o de tejas, acompañadas de amplias veredas con césped prolijamente cortado.

Son las tres de la tarde de un sábado. El cielo está taponado de nubes. La calle Brassey, donde vivo hace más de dos décadas, está desértica, taponada de inactividad. Al llegar a la esquina de la intersección con Venezuela, un Clio verde oliva con baúl pasa a mi lado, aunque en dirección contraria, tocando la bocina. Tal vez sea un conocido buscando que le corresponda el saludo.

Doblo a la izquierda, camino en línea recta por la vereda esquivando autos mal estacionados. No pasa nada. No detecto movimiento o sonido alguno, a excepción del ruido discontinuo del paso del tren que se confunde con el rugir de los caños de escape de las motos de baja cilindrada, que pasan a toda velocidad por calle Donado. En ella, veo una ambulancia apostada frente a una casa. Sobre una ventana de una vivienda contigua un gato negro me dirige una mirada furtiva, atenta. Parece advertirme algo con sus ojos amarillos. Pienso en la superstición y en Edgar Allan Poe. Retomo mi marcha.

A pocos metros de retornar a mi casa, un perro callejero me sale al paso ladrando con efusión, resuelto a intimidarme. No le doy importancia y sigo caminando. Con una sonrisa de oreja a oreja pienso: “Hoy, por suerte, Gastón ya no está”.

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