Cuentos | Luna de provincia de Santa Fe (Partes XIII, XIV, XV y XVI) - Por Andrés Calloni | Ilustra: Gabriel Fix

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Capítulo 13

1967

Es la fiesta patronal en el pueblo. La noche esta cálida como el abrazo de una abuela. Barla bebe una cerveza y se olvida de asesinos ausentes y mujeres muertas que se le aparecen en sueños. El olor a choripan domina un aire casi visible. Sobre el escenario, en la plaza cuadrada, un bandoneón en los brazos de un viejo de nariz roja elabora su divagar enredado hacia el corazón de todos los borrachos. Las parejas bailan su caminar cerrado. Algunos jóvenes, con los parpados bajos, relamen con la punta del zapato lustrado los talones finos de mujeres que transpiran en el verano nocturno sus espaldas de falso terciopelo. Barla baila bien y no se queda. Divisa una rubia que tiene un cuello recto y flaco como un velador. Acaba un tango y la rubia se sienta en una silla a descansar. Tiene unos treinta años y ojos feroces. Ya en la mitad del otro que transcurre, se endereza, lista para el próximo. Mira la pista con expresión tranquila y decidida, como dando a entender que lo único que busca es bailar. Barla se acerca con discreción y se pone a tiro por si presta la ocasión. Con la espalda tensa la rubia espera. Tiene un rodete perfecto que su cabello claro llena con generosidad. Silencio de orquesta. Un pibe con una camisa amarilla impecable se le acerca. Duda ante la mirada dura de la rubia que confunde relojeando la pista, disimulada. Barla lo primerea y le acerca una mano firme en petición de baile. La rubia lo mira y se la devuelve, apretando la boca. El roce entre ambas manos le sugiere alguna soledad. Le cruza un brazo en la cintura fina mientras ella lo mira con ojos que no se cierran. La orquesta comienza nuevamente. Una voz de vino rompe la melodía: “Yo soy del barrio de Tres Esquinas, viejo baluarte del arrabal, donde florecen, como glicinas, las lindas pibas de delantal.” Entra el violín y Barla puntea su zapato en el asfalto desteñido. La rubia sonríe y el policía se pierde en sus dientes de pianito nuevo. En la plaza las sombras tiemblan dibujadas por la música. Desde el pecho de la mujer sube un olor a talco y transpiración. Barla nota el principio de una erección y le acerca la nariz al cuello, mientras ella le apoya un pómulo en la cara. Bailan dos o tres piezas más, un poco ajenos de todo, presas de las melodías que acarician la noche. Se despegan un momento y Barla va por bebidas al buffet. Una mano le aprieta el brazo y lo para en seco. Es Ramallo, un poco colorado por el vino y el calor. Lo mira fijo a los ojos. El aire se electriza una vez más y Barla putea para adentro, sabiendo lo que viene.

– Lo vi –dijo mientras le sonreía con burla y satisfacción-.

Capítulo 14

1963

¿Qué piensa Ana Rosa cuando mira por la ventana? La presencia de la tarde es fuerte, obnubila sin más explicación que la prepotencia del sol en el cielo. Apoya la mano sobre un mueble al que le da el sol y la leve temperatura en la palma de la mano le hace imaginarse el frío del vidrio en la ventana. Oposiciones, en eso piensa Ana Rosa mirando la tarde. Esto es lo que aquello no. El afuera y el adentro, el corazón que late o no. El día o la noche. La soledad.

Es cruel el frío de las nueve de la noche que el invierno trae, sin embargo la noche no podría ser más clara. Ahora toma mates, siempre junto a la ventana. Las cosas se simplificaron: sólo quedaron los diversos modos de la sombra, lo que la luz de una luna lejana y muerta decide alumbrar. Desde detrás de unos árboles aparece la figura de un hombre con sombrero. Camina con decisión siguiendo un sendero que ella desde la ventana no ve. No puede pensar, todo sucede rápido. Se mira al espejo y sus ojos negros buscan algo en sí misma, una respuesta sin pregunta. Tocan a la puerta mientras ella se alisa la pollera con las dos manos. Traga saliva y se queda quieta, sin saber que hacer. Tocan otra vez. Acerca la cabeza a la puerta.

– ¿Quién es? –Pregunta, por no tener otra cosa que decir. –
-Yo.
-Hace más de un año que te fuiste.
-Tenía que ser así. Ahora vine a verte -Un silencio de varios segundos se apropio del aire. –Ana.
-No. Ya me olvidé de vos Negro, me dejaste sola. Ahora ya está. –El silencio se acentuó.
-Abrí.
-No.
-Dale.
-Hoy no. –En la voz se produjo un ligero cambio, ahora tenía cierta alegría, como si Ana Rosa lo hubiese dicho sonriendo. Pero el Negro no la veía. – Vení mañana, temprano, a las tres.
-Abrí ahora.
-No, mañana. Ándate. -Y lo vio irse por donde llegó.

Al otro día a las tres ya estaba bañado y peinado mientras doblaba detrás de los mismos árboles. Antes de tocar la puerta del patio lo pararon voces que venían desde dentro. A través de la ventana corrida vio un abrazo y un beso. Ana Rosa sonreía mientras un hombre la sostenía. Él pensó en su corazón y vio una piedra negra y caliente, humeante. No pudo decirse si el fuego se apagaba o comenzaba.

Ilustración: Gabriel Fix

Capítulo 15

1964

Sacó una camisa de entre las pocas cosas que tenía. Lo apuraban a los gritos los otros dos. El pelo mojado le molestaba en la cara. Salieron de la casa y caminaron por un camino pequeño que protegían algunos árboles flacos. A lo lejos ya podían ver algunas luces y oír los perros ladrarle a la nada.  Los otros reían y se pasaban el porrón de ginebra. Caminaron por el camino de tierra mientras el silencio intimaba con los alambrados. La noche se mete con las cosas que queremos olvidar al distraernos de los absurdos detalles del día: nuestro perro viejo que muere tarde a tarde, los cabellos de la vecina al sol, que parecen un todo de plata o los ocho agujeros del mantel de hule en la cocina de descascaradas paredes verde desteñido.  Desde aquel día en que le partió la cabeza a ese tipo y se rajó del pueblo, no pasó mucho. Algunas noches sueña con Ana Rosa y todo es sexo; la piel de esa mujer le parece madera mojada, su cabello negro, un sinónimo de la realidad. Ahora van al prostíbulo y apuran la ginebra como si no pudiesen esperar, llegar, pagar, todo para que la noche continúe y el día nazca, otra vez, como siempre. Entran y el aire es de color. Las paredes blancas y rugosas muestran un blanco oscuro. Las polleras de las mujeres son rojas o pesadas. Los otros hombres miran para abajo, sus manos aprietan vasos de vino y cinturas. Cortinas leves prometen un trasfondo de pieles que brillan sudorosas y olores precisos. Sus amigos se impacientan y comienzan a buscar mujeres mientras él pide vino y bebe parado apoyándose en una barra. Los hombres ríen mientras la noche se olvida de sí misma. Una mujer de rulos con un pañuelo en las manos lo mira. Tiene más de cincuenta años y en la penumbra sus dientes se ven grises y viejos. Le toma la mano y lo lleva por un pasillo ancho a una habitación con una cama y un taburete con una vela. La enciende y vuelve a mirarlo sin decirle nada. Él le da dinero, apaga la vela y se acuesta sobre ella. Sudan, la mujer con los ojos cerrados; él, triste y borracho. Ahora le dice algo pero él no entiende, sus palabras le suenan lejanas. De repente hace mucho calor en la pieza y sólo puede pensar en Ana Rosa, en su sonrisa que es para otro, en un mundo de ella dónde él es nada. Mira alrededor y sólo ve oscuridad. Su mano aprieta el cuello de la mujer, que tiene la cara muy roja, los ojos bien abiertos, mal aliento y una cadenita con un colgante de la virgen. Se da cuenta que está llorando y se pregunta qué está haciendo, qué sucede en ese momento. Lo comprende, está matando y eso de alguna manera es una pregunta. Aprieta más fuerte mientras la mujer se apaga como la vela que sopló para que la noche sea total y el día, absurdo, no llegue con su prolijidad de luz, de mentira.

Capítulo 16

1964

Ramona Asunción Pérez se levantó temprano el 18 de noviembre, el último de los días de su vida. A la mañana una amiga le hizo una trenza gorda y compacta y le preguntó si alguna vez había sido feliz. Cocinó fideos que comió con ganas y algún tipo de ansiedad para luego dormir la siesta obligada. Sólo precisó apoyar la cabeza para dejarse ir en un sueño rápido y tranquilo. Al despertar escuchó, en las maderas de la persiana, el leve ritmo de una llovizna frágil. Salió a la tarde y un cielo entre negro y azul, lleno de nubes rápidas, la mantuvo en el umbral de la puerta un buen rato: el tiempo parado del mundo cuando está solo. Con las otras mujeres limpiaron la casa en poco tiempo. Esperó su turno para bañarse y se puso una camisa rosa de seda, un poco usada de más, sin mangas. Dejó desabrochados los dos primeros botones y se miro las tetas y el colgante de la virgen con conformidad. La larga trenza fue perdiendo simpleza y ahora, presas de la humedad eléctrica del día, cabellos rebeldes se escapaban a la idea de su unidad.

Algunos clientes siempre llegaban temprano. Ella, junto a la mayoría, eran de las más grandes y acechaban en la luz tenue de la casa en busca de los hombres que las jóvenes atraían con la potencia de la juventud. Supo tener habituales, pero esos eran otros tiempos, cuando sus piernas eran motores hipnóticos de tensa piel. Ahora vendía su busto abundante, una mirada y caderas de ancha sensualidad. El calor, humano y natural, llenaba la casa y sacó un pañuelo para secarse las manos. Vio uno tranquilo, bebiendo en la barra poblada, como si no estuviese en un prostíbulo. Lo mira y reconoce su advertencia en el hombre, lo toma de la mano y no espera una respuesta, lo lleva a una pieza de las últimas donde una ventana triste da al patio desordenado que no tiene un límite en relación con la llanura. Él apaga la vela que ella enciende, pero antes puede ver su propio dibujo en la pared; la trenza se abría como un abanico inquieto, disconforme la deshace y ahí su cabello queriendo ser un animal enorme en la sombra. Siente que se produce un cambio en la pieza y el hombre, que era algo que caminaba y respiraba impasible, adelanta una mano mientras sus ojos perdidos se endurecen en la oscuridad. Ella se acuesta y se levanta la pollera. Siente el sexo entrar avalado por su propia humedad y el goce invariable de la naturaleza promoviendo la reproducción; la vida queriendo ser vida. El acto sexual puebla la cama como si fuese agua que corre. En un momento él se irgue y su cabello espeso le tapa la cara borracha. Una mano se hace fuerte en su cuello. Balbucea un pedido que no logra articular del todo y siente el apretón dudar. Exhaló fuerte, entrevió una decisión y la mirada que alcanzó a ver en la cara del hombre sólo le prometió oscuridad. Se nublaron las cosas del todo y recordó la trenza, simple en la mañana, las manos de su amiga preguntándole por qué no fue feliz y quiso tanto estar ahí.


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