Cuentos | El hombre de la noche gris - Texto: Eva Wendel | Fotografía: Sofía Valle

Estaba sentado en un banco de la plaza y entonces lo vi. Era una zona que me traía muchos recuerdos, aún no entiendo cómo me pueden traer recuerdos ciertos lugares en los que no he estado jamás. La plaza López es uno de esos lugares.
Yo pasaba caminando por calle Buenos Aires y entonces lo vi. Tenía casi todo el peso de su cabeza soportado por su puño derecho que a su vez se apoyaba sobre su codo que estaba asegurado sobre la rodilla del mismo lado.
Yo me detuve detrás de un árbol de raíces profundas y entonces comencé a espiarlo. Su mano izquierda sostenía un libro de groso volumen y lo noté muy concentrado.
Después de unos veinte minutos más o menos, comenzó a cambiar aquella postura que asemejaba a El pensador y entonces vi que dejaba el libro sobre el banco y tuve miedo de que se fuera. Yo no sabía si salir de mi escondite y pasar por delante de él o esperar su siguiente reacción.
Me empezaron a temblar las manos, estaba entre salir o permanecer en silencio, oculta, agazapada. Entonces lo vi pararse y empezar a mirar hacia todos lados, como esas cámaras rotativas que filman las tomas de 360º. Sentí pánico de que me descubriera. Y enseguida sentí placer, un placer tan infinito que pude haber tenido más de siete orgasmos entre la resignación y el miedo.
Se dirigía hacia donde yo estaba. Lo sentí cada vez más cerca y empezaba a percibir un desgarro dentro de mi útero.

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Yo estaba escondida, era imposible que él pudiera verme. Sin embargo, era hacia mi dirección que se encaminaba. Al libro lo refregaba por todos los bancos que tenía al paso, como si estuviese molesto por alguna que otra verdad que se dormía al cerrar las páginas.
De pronto se hizo de noche, no sé cómo y no sé por qué, sólo vi que se hizo de noche y el hombre desapareció por un segundo de mi vista. Ya no sentí más pánico, esta vez todo lo que quedaba era irritación. Tan incapaz de actuar en el momento justo y tan infeliz de un momento a otro.
Me di vuelta y empecé el retroceso a casa. Pensaba en la idiotez de aquel acto poco heroico y me perdía en la distracción del camino.
Pisé Cochabamba. Antes de cruzar, sentí detrás de mí la presencia oscura de un hombre. Volvió el pánico y el gozo, todo al mismo tiempo.
Me apuré a girar sobre mi propio eje y nadie atrás. Entonces me enfurecí y al cabo de dos segundos sentí un chistido oculto. Ahí lo volví a ver, era él.
Me llamaba. Me hice la distraída. Me miraba de reojo y fruncía el entrecejo. Comprendí, en su mirada, algo que había permanecido oculto por un tiempo incierto y que ahora se abría desde mi pecho.
Cuando no pude sostener más la distracción, le hice una seña con el dedo índice como preguntándole si era a mí a quien se dirigía. Asintió con la cabeza más de tres veces seguidas con un movimiento tan lento como perverso.
Sentí miedo y agitación. Volví. Lentamente comencé a sentirlo cada vez más y más cerca de mi cuerpo. Por dentro todo me retumbaba, las frecuencias cardíacas disparaban mi adrenalina hasta el fondo de mi mano derecha. Me latían los dedos, sentía la sangre espesa corriendo por mis venas.
Me lo enfrenté. Lo respiré. Sentí su lengua cabalgar al compás de su agitación sobre la sensibilidad de mi tímpano izquierdo. Me desvistió. Lo acaricié como a un niño huérfano. Todo lo que le dolía me repercutía en la piel.
Eran las nueve de la noche y la ciudad se había anestesiado. Las nubes cubrían el cielo de grises opacos.

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