Crónicas | Aguafuertes de La Lagunita: después del rocío - Por Natacha Gattarello

El charquito preciso que se forma al borde de la calle, el pasto que crece de a pedazos, los carteles que apuntan la suerte y los destellos cruzados de unas caras que van pasando, tomando forma de cuerpos, de historias, de ojos o cielos, y dejando estelas en el camino, en esa exploración del propio andar: la caminata entre las tierras que alumbran, las casitas desparramadas, juntadas y, después, distanciadas, las seguidillas del paisaje que van abriendo una realidad que estaba ahí, en vida, y que en vida queda cuando, más tarde, todos pasan. Al final, tal vez sea cierto, y estar en un lugar sea volverse huella. 


Por el oeste el tiempo casi que se estancaba. Era de garua finísima, estero plomizo de agosto, la mañana, terca, mezquinaba todavía la claridad a la amanecida. Nomás ahí, al ladito el campo, recién atravesado con el silencio pluvial de sus árboles y los animales mansos.

Yo estuve sintiendo también su siega envenenada en el rumiar lastimoso de un toro triste.

El viento sur pasaba llano, desnudando los tilos plateados: lágrimas por hojas despeñando sobre la tierra huera. Como fugaz letanía resucitaba sapos atragantados de piedra acallada, osamenta, más rastrojo, y el hueso sepultado donde una oruga añora su memoria de limo.

Sigiloso, pues, hasta allí me arrimaba, porfiado destino de andar y de andar, otra vez.

La vida es siempre huella, sendero. Y yo, apenas un reverbero queriéndose asomar de entre tanta bruma, pardo horizonte en una esquina de La Lagunita, justo frente a la escuela.

Entonces, ya me iba, si hasta contenta andaba. La jornada me dejaba como estampa limpia la sonrisa de los pibes; y las niñas, tan bonitas, con sus cabellos largos recogidos en rodetes y hebillitas coloridas, ojos encielados de pájaros silvestres, cuerpos magros.

Es que sólo a mí me pertenece la evocación tierna, ya ve, aún me viene el sabor a mate dulce del recreo, frescura de una lectura, aquella copla temprana, rima y rap, la fábula recostada para siempre en las rendijas de la mano.

Ay si pudiera abrochar de añiles el colibrí al vuelo, para que no me olvidaran.

Y yo, yo apenas una húmeda sombra enamorada. Así me sobresalía de lo profundo, con ese movimiento incesante que al fin me convoca. Pulsación vegetal, nace de mi pubis que es la entraña de la tierra, corcovea por mis plantas sincopadas y al polvo vuelve, irremediablemente.

Y veo florecer de romero y rojos de geranio el suelo yermo, ay. Yo sé, esa doña, a mi lado, también los ve crecer, espera, mientras susurra y se sonríe imaginando buenas.

Después, el eucaliptal añoso se levanta frente a la avenida, sahúma el barrio todo, igual mi alma. Se acerca un colectivo, me dejo llevar, confío mis sentidos a la realidad que no es, lejos de la verdad y las estúpidas mentiras. Cargo mi mochila, una lágrima de estación y la nostalgia refugiada en el pañuelo, que comience la travesía.

Trechos desconocidos, torciendo cunetas y atajos, voy. Juan XXIII y más al fondo, sigo delante del rastro que dejan los carros cartoneros tironeados a caballo y pura sangre. En el mismísimo trayecto un lapacho amarillo y solo, intenta despegarse de la gris senda, pero es al vicio.

Honoré de Balzac | Comedia humana (1842)
Suben pasajeros en las esquinas, son los obreros, también las mujeres sencillas y los abuelos, algún chango chiquito con su sueño blanco. Desfilan los carteles, el fonavi, pasacalles y gracias San Expedito, Rouillón, un Gauchito, vendo pollo, compro usado, cloro suelto es más barato, tortilla, kiosko y bicicleta.

Apoyo mis dedos con algún vestigio de tinta seca, delineo mi gesto muy despacio para encontrarme, y sin embargo, me hundo en la extrañeza del paisaje. Mis párpados se cuelan por la ventanilla, me recorren escalofríos.

En la bifurcación hay una anciana estancada sobre el margen, se persigna una vez, y otra vez, y son tres cruces, llego a contar; tiene la mirada azorada, balbucea tan rápido y suelta al aire un epitafio malavenido.

Amalhaya que cante el gallo.

Por el cielo, alto, la luna persigue creciente en espirales, y será, puedo tocar las arrugas de la niebla todavía.

Allí, las paredes de La Lagunita porfían la esperanza «Armando barrio por cambiar los llantos». Y allá los guachos aguantan la banda, la tardecita, una pitada va entre tetra cuchillero, el fulbito, un perro husmeando, redención, eso esperan que en el cielo esté el amor.

Más adelante, un recodo, la plaza desolada. Justo por Calchaquí que no es el valle, pero si es calle golpea y más fiero. Eso, yo ya lo sabía.

Y entre tanto desierto, ahí nomás también, esperaban los qom. Enfilados se aprestan para subir al colectivo. Yo los veo, cada uno con su canasto de plástico y el cadalso de siglos, relamiéndose de pobres canciones.

Mujeres migrantes de orillas bravas, cara cobriza, lechuzas de barro y cardenales se escurren por los cabellos largos azabaches; sus manos tallan la espiga con la promesa de pan para su gente. Algún día. Y es que todavía no alcanza.

Hombres de narices anchas, voz de quebracho, ese, el más mozo viaja adelante mío, ensimismado en su capucha, entrelaza sus palmas como rezando, se reencarna y es un puma oteando la planicie cenicienta de los días.

Ahora sí, siento sus leves pasos de agua. Me busqué en la raíz mineral. Me pregunté cuánto. Cuánto me perdí de la piel con la maldita conquista.

Ay, me está quemando la pena y es un silbido fino en los pasillos del colectivo, pues ya no sé de quién proviene, si es mía o si es de todos.

De vez en cuando, suspendo el pensamiento. Respiro, me cambiaba el sueño, y repaso algo de lo que resta, me trago la sílaba enmudecida con un bostezo largo.

Continúa su rumbo el vehículo, se mete por pasajes angostos, cortadas, una vereda regada a manguera, patio de amor; y a mí me gusta este lugar. Sí.

Soy la niña de la primavera.  

El cielo presuroso va planeando encima de mi mollera. Invoco aquella voz antigua que enlaza destellos irisados, tantos caracolitos y una serpiente comba el infinito; uy, si eso me recuerda, moGonalo´ remontadora de la luz y la leyenda.

Sosegado mi desenlace, atravieso más allá del ombligo del yuchán armado de aguijones, donde marcha una recua de hormigas hartas de arrastrar la corteza gastada.

De cerca, mis yemas miran el fruto de algodón que no alcanzo a recoger, un pedacito de intemperie reúne ausencias, me duele el contorno de las nubes desprendiéndose. Y me quedo, otra vez, las manos ahuecadas.

Y de lo que asía el viento aquella mañana, nada.

Nada.

Sólo la bruma triste como los ojos de mi gente. Cuánto más resisto. Sigo buscando, y vuelvo después de andar la humedad, sola. Lejos queda el barrio, la escuela y su bandera, cuando ya todos se han ido doblados de lluvia y olvidados.

 

Memorias de la armada cósmica,
agosto de 2015.

*Las frases destacadas son letras de canciones de Gustavo Príncipe Pena.


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