Pensé que no me iban a llamar porque habían pasado como tres meses desde que nos hicieron los exámenes. Nunca supe los criterios que usaron, pero me acuerdo que los tests psicológicos parecían de una escuela primaria y los exámenes físicos parecían de un laboratorio que experimenta con ratas.
Para hacer esos últimos nos habían mandado a SISO, en calle Corrientes e Ituzaingo. Ahí estuvimos unas dos o tres horas pasando de mano en mano con diferentes mercenarios de la medicina. Respuestas secas y maleducadas, apuro para sacarte sangre y una libretita en la que íbamos coleccionando sellos de control de calidad. Ni siquiera se dieron cuenta que soy daltónico. En un momento subí la escalera y me pareció ver una fábrica en la que nosotros éramos cosas que circulaban en una cinta transportadora, pasando de consultorio en consultorio y acumulando los maltratos. El peor fue con un doctor petiso y con bigote que se parecía a Mario Bros., que me hizo desnudar, darle la espalda, agacharme y abrir los cachetes del culo con las manos para poder comprobar que no tuviese hemorroides. En ese momento hice fuerza para ponerme en blanco, no quería pensar mucho en lo que pasaba. Necesitaba el laburo.
Tres meses después, otros dos flacos y yo estamos firmando el contrato. Me siento incómodo porque tuve que afeitarme al ras y cortarme el pelo muy corto; aparentemente unos estudios de marketing indican que los clientes se sienten más cómodos así. Me dan una tarjeta magnética para marcar entrada y salida y Daniel, de recursos humanos, nos lleva a buscar los uniformes.
Recorro la entraña de la bestia; todo es enorme.
Frío.
Distante.
Los pasillos son como un laberinto de techos altos y en cada lugar al que llego hay cámaras vigilando. «Ahora van a ver, esta mujer tiene un ojo milimétrico para los talles», dice Daniel, la última persona a la que le creo cuando sonríe.
No era lo que me esperaba; me siento disfrazado para un carnaval en día de lluvia. El pantalón tiene el tiro por las rodillas y el chaleco marrón me obliga a meter panza y encorvar la espalda; lo más cómodo es la camisa, que es de un color naranja horrible. Se nota en la tela y los cortes que es ropa muy barata comprada al por mayor. Cuando trato de poner mis llaves en el pantalón me doy cuenta de que los bolsillos están cosidos. «Lo tuvimos que hacer para que los empleados no tuvieran el celular o comida en la sala», nos explica Daniel. Con un compañero nos miramos de reojo, alrededor nuestro debe haber como quinientos uniformes de distintos rubros. En ese momento no me di cuenta pero estaba decepcionado; el tamaño de este guardarropas me parecía ridículo porque había visto baños de casas particulares que eran más grandes que el lugar que estos tipos usan para los uniformes de sus empleados.
«¿A dónde va, caballero?». No llegué ni siquiera a dar dos pasos adentro de la sala de juegos y ya estoy aturdido por las luces y los sonidos de maquinitas. Se acerca el Seguridad, que tiene rapado militar y una mandíbula cuadrada que llega al nudo de la corbata sin que haya un pescuezo de por medio. Creo que está tensando los músculos abajo del traje de pingüino para meterme miedo, como un animal que marca su territorio. «Siga circulando», me dice, y le modula algo por Handy a sus compañeros para que me vigilen durante el recorrido.
Hace apenas una hora que soy empleado del casino de Rosario.
Es importante entender rápido la estructura del casino, porque todo en ese lugar es un gran sistema mecanizado de vigilancia y manipulación. A mí me contrataron para el sector juegos. Parece que también existen los sectores de seguridad, mantenimiento, cocina y atención al cliente; supongo que hay otros más. Los puestos están ordenados jerárquicamente. En orden, creo que sería así: sobre nosotros están los supervisores de cada sector, después los jefes de sector, los jefes de turno o algo así (o sea, tres jefes que se reparten por franja horaria), el jefe general y los gerentes. Por lo menos lo entendí así, porque cada empleado al que le pregunto me lo cuenta por partes y es todo muy confuso. «¿Y arriba de los gerentes?», «Los dueños de la firma Casino S.A., pero no se sabe bien quienes son. Lanata había dicho que Cristóbal López es uno, pero en realidad nadie sabe», me dijo un Seguridad al tercer día.
El espacio de juegos tiene tres pisos y todos están diseñados con forma de anillo así que, camines para el lado que camines, en algún momento llegas a donde querías ir; solamente te lleva más tiempo (pero, como los descansos duran veinte minutos, no podés darte el lujo de deambular). El piso del medio está al nivel del suelo y tiene un hueco enorme en el centro. Desde ahí podés ver todo el lugar y te pueden ver a vos. Esa es la forma en que los jefes de turno vigilan a jugadores y empleados; para todo lo demás están los supervisores de sector y los chicos de monitoreo (si, después me enteré que hay un sector de monitoreo).
Yo recién arranco, así que estoy en el laburo más básico. El sector tiene diferentes trabajos rotativos que vas aprendiendo con el tiempo, y el mío es darles cambio en efectivo a los clientes para que puedan seguir jugando en el área de maquinitas slot. Mi turno es de 21 a 5.30. Después, el casino está obligado por ley a cerrar hasta el mediodía. No tengo permitido usar reloj, porque las personas te preguntan la hora y se dan cuenta del tiempo que pasaron jugando. Solamente puedo caminar por los pasillos centrales y quedarme a la vista de los supervisores hasta que ellos me habiliten el descanso.
Con el tiempo aprendí a no acercarme a los clientes. Los jugadores se abstraen en el juego y después se sobresaltan cuando pasas cerca, o te miran enojados porque piensan que les traes mala suerte. Al segundo día, a un compañero se le desmayó una vieja a la que le acababa de dar cambio. Los de seguridad la llevaron para que se ventile; a las dos horas nos enteramos de que, en realidad, cuando cayó ya estaba muerta. No supimos si de deshidratación o qué.
Durante el primer mes cambié mi ciclo de sueño tres veces. No sabía en qué día estaba, cenaba a la medianoche y de nuevo a la madrugada, dormía todo el día y tenía pesadillas en las que daba mal el cambio con la riñonera y me lo descontaban del sueldo. Dejé de estudiar y de practicar deporte. Casi no veía a mis amigos o familia; sólo a los compañeros del casino. Con la mayoría de ellos forcé una relación de simpatía constante por miedo a que me armaran puterío y me echasen. A veces se me ampollaban los pies con los zapatos de suela dura y, a veces, las trafic de vuelta cambiaban el recorrido sin aviso. Si tenía la suerte de estar despierto como para darme cuenta, tenía que bajarme y caminar varias cuadras con los pies doloridos.
La cara también se me irritaba por afeitarme todos los días. A veces la piel se me hinchaba y no lograba afeitarme al ras, entonces mi supervisor me amenazaba con sanciones. Ningún supervisor me llamó jamás por mi nombre, sólo por el apellido. Llegué a sentir que en esa estructura no importaba nada ni nadie. Los empleados puteaban a los clientes apenas se daban vuelta, sobre todo si eran viejos o «negros». Vi varias veces a los Seguridad sacar del brazo a los tipos que armaban quilombo en las mesas de paño y escuchar después las anécdotas de cómo los cagaban a palos en los pasillos, para que no volvieran a molestar. Generalmente los chistes iban acompañados de chistes homófobos. Otros clientes no necesitaban llegar a eso porque después de perder todos sus ahorros, propiedades o los sueldos de sus empleados en la ruleta, directamente iban al baño y se pegaban un tiro o se cortaban las muñecas (varios amigos encontraron los cadáveres). El chiste era que la ruleta pasaba a ser rusa.
Pero al final, un día, la bestia casino pareció sacarse la piel de cordero: «Estaba por las mesas de paño y un gitano que estaba re loco empezó a insultar a los gritos al jefe general –capo di tutti capi– que estaba parado ahí a unos metros», me contaba un flaco de atención al cliente del que me hice amigo. «El gitano le decía a los gritos “Vos cerrá el orto porque ya sabés que acá el que manda soy yo”, y peló una línea de merca sobre la baranda. Alrededor estaban los de Seguridad. ¿Vos te pensás que se movieron? Quietitos, estaban. Yo pensé “¡Chau, este cagó fuego!” y miré al jefe general, esperando un gesto con la cabeza o algo para que lo saquen a patadas. Pero, en lugar de eso, el tipo sonreía. Estaba re nervioso; solamente le hizo un gesto de calma con las manos y le pidió casi susurrando que por favor se tranquilice».
La historia pasó antes de que yo entrase a trabajar y fue corroborada por varios empleados. Resulta que el gitano llevaba dos semanas jugando en las mesas de paño y, en ese tiempo, ya le había dejado al casino una ganancia de dos millones. «No es tan raro. Lo raro es que haya pasado en las mesas públicas. En el VIP de paño, si el cliente te escupe la cara vos te tenés que quedar callado», me dijo un compañero. «Cuando te capaciten en juegos ya te va a tocar ir ahí, vos tranquilo».
Seguir Leyendo – City Center, ser parte (Parte II)
Very interesting info!Perfect just what I was searching for!Money from blog
I don’t think the title of your article matches the content lol. Just kidding, mainly because I had some doubts after reading the article.