Escribir es un acto trágico, enfrentarse a la muerte, o la vida, resurgir antes de perderse definitivamente, un último intento o una primera maniobra, una búsqueda insistente y desesperada, un consuelo siempre retardado, una infinita alegoría que alguno ingenió, que fue lista de víveres, enumeración de armas, seguimiento de bienes y, por fin, invención, cuerpo prolongado, materia viviente. Del texto hablamos, o de algunas de sus inmediaciones.
Por Joaquín Ficcardi
Mixturas
«Me intereso en el lenguaje porque me hiere o me seduce»
Roland Barthes[1]
Qué difícil es el oficio del escritor, disputas conceptuales y frustraciones acerca del uso puntual de la palabra, una y otra vez el esfuerzo cotidiano de encontrar un concilio entre lo interno y lo arbitrario. Si uno poseyera consigo un escrito y no se desprendiera jamás de él, no cesaría de transformarlo, el deseo nos lleva a la búsqueda infatigable del vocablo más afín para todo el caudal emotivo que recorre por el cuerpo. Espinosa tarea la de emparentar la intensidad de la experiencia (lo que el cuerpo siente durante el acontecimiento) con la sintaxis de la palabra (codificaciones gramaticales entendibles). ¿Es posible explicitar los sentimientos sin caer en un discurso que todo lo reduzca? Pareciera que el poder del signo asfixia la potencia emotiva, todo lo que el signo inviste lo muta a sus exigencias. Por más esfuerzos que hagamos uno nunca termina de reflejar lo que siente, hay residuos inasibles que el lenguaje no llega a rozar. ¿Acaso la violencia más brutal no representa un punto muerto en la dimensión simbólica? Ese punto cero donde lo simbólico no es suficiente y el cuerpo se ve desbordado por una energía avasallante, quedando únicamente fonemas dislocados que pretenden decir lo indecible. Pero de inmediato nos surgen cuestiones: ¿es factible experimentar sentimientos y emociones sin significarlos, como si se dijese que su pura experiencia fuese un evento meramente asémico? O, por el contrario, ¿en la propia experiencia sentimental y emotiva, opera necesariamente el lenguaje –como en toda experiencia humana– dándole no sólo sentido sino incluso entidad? ¿Sentir el dolor no supone significarlo, en el sentido en que su percepción es una manera de hacer sentido para quien lo percibe?
Voces
La escritura es un espacio de encuentro en el que las fuerzas del deseo se mezclan y entrelazan; en ese trajín se provocan emociones que el cuerpo experimenta, un acontecimiento significativo que lo atraviesa y lo marca. El lenguaje deja su huella. Es importante meditar sobre la presencia del poder que se encuentra siempre agazapado y sigiloso en el decir. La sociedad, como un texto, está conformada por cuerpos deseantes, que ansían consolidar sus voces como jefes del clan invocando todo tipo de artimañas: una de ellas es lograr un lenguaje unívoco. Un complejo proceso en el cual las voluntades convergen en un mismo punto subyacente, es allí donde el cuerpo social comienza a ser tallado de manera homogénea. Construimos el mundo mediante el discurso, cada palabra es una mirada sobre el hombre y la naturaleza.[2] Imagínense, entonces, la potencialidad de la palabra. Sin embargo, las ignoramos por completo, su normalidad y vulgaridad en el uso cotidiano no nos permite dar cuenta de la enorme importancia que tienen para nuestras vidas. Es por ello que urge la necesidad de producir nuevos umbrales discursivos que nos sitúen en territorios externos a los establecidos por los mecanismos del poder. Y desde la diferencia, desde lo otro, agenciar un lenguaje – que es patologizado, según la voces que imperan, como delirante– que transite por los campos hostiles de la logosfera.[3] Adquirir la posesión de la palabra, apropiarse y jugar con ella, es manifestar una fisura en la jerarquía de la lengua. Es significar que el lenguaje no le pertenece a nadie y que su existencia fluye en las expresiones de todos. Dentro de este mundo capitalista lo único que quedará cuando todas las mercancías se hayan desvanecido, van a ser nuestras voces.
Refugio
La muerte es una figura espectral que nos ofusca con su infinita presencia, sin embargo, aún hoy continúa el infantilismo humano de negarla. Oídos sordos a las voces del tiempo que nos susurran ¡memento mori! Cuánto temor manifestamos al inminente deterioro, a los flujos vertiginosos que componen la realidad, al caos que nos excede. Pues las idealizaciones son funcionalidades que clausuran al mundo, le dan un cierre, estructuras que estabilizan la inseguridad existencial. El «sentido» de la idea es la de mantener al cuerpo seguro y en armonía durante la eterna caída en el abismo originario que lo constituye. El hombre decide edificar una prisión simbólica para quedarse en ella, en su realidad, en ese mundo hermético y fortificado por las grandes murallas de sentidos que absorben la potencia expansiva; el hombre es devorado por el «deber ser» que la misma idea exige. ¿Es posible la existencia de un cuerpo desidealizado? Difícil de imaginarlo, pero no me animaría a señalar que es un imposible. También sabemos de la angustia que se percibe cuando la idea es fragmentada, desgarrada, esa profunda sensación que embiste al hombre cuando las idealizaciones se disipan y el peso de lo que está ahí afuera se hace notar. Buscamos significados que ficcionen a la vida y que suavicen los nerviosismos de lo que no pretendemos ver porque su intensidad nos aturde. ¿Será la neurosis un síntoma de lo insoportable? Como expresa Darío Sztajnszrajber: «Detrás de cada idealización se esconde un ser humano que no se soporta a sí mismo». [4]
Humano demasiado humano
Ávido de un pensamiento monádico el hombre aspira a la ubicuidad. Siente una curiosidad atrapante y una infatigable pasión por la búsqueda de lo absoluto, como nos dice Blanchot «permanecemos encerrados en la fascinación de la unidad» (2002:88). El hombre ansía comprender el funcionamiento esencial del cosmos y lo hace mediante la indagación de un supuesto acontecimiento original que pone en funcionamiento a la inconmensurable totalidad. Si hay algo de lo que el hombre carece es de humildad, e ignora que con su devenir hermenéutico, antropomorfiza la naturaleza y la codifica de acuerdo a los parámetros soportables de cada sociedad. A partir de allí un entramado conceptual en el que los cuerpos se organizan, todo un universo discursivo aparece. Difícilmente exista la posibilidad de lograr la tan deseada unificación, y si en algún momento histórico se concretara, nos tendríamos que preguntar si realmente estamos preparados para el radical hallazgo. Porque también sabemos, más allá de nuestra obstinada negación, del peso de lo real y las consecuencias que sobrevienen en esos instantes en que la humanidad se aproxima a él. Blanchot nos dice: «no creemos que nuestra sociedad ni nuestra literatura ni incluso nuestra cultura lo soporten todo: hay siempre prohibiciones, hay una estructura de exclusión, una referencia oscura a límites y como un exterior en frente del cual y por oposición al cual nos agrupamos y nos atrincheramos, dentro de nuestra libertad aparentemente ilimitada». (2002:78)
[1] El placer del texto y Lección inaugural. Pág. 54. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2014.
[2] Roland Barthes en El placer del texto, nos dice: “Los sistemas ideológicos son ficciones (…). Cada ficción está sostenida por un habla social (…)”. Pág. 42.
[3] Mundo simbólico.
[4] Demasiado humano, programa radial nro. 1. 26/5/15
Bibliografía
BARTHES, Roland. El placer del texto y Lección inaugural. Ed. Siglo veintiuno. Buenos Aires: 2014
SZTAJNSZRAJBER, Darío. Demasiado humano, programa radial nro. 1. 26/5/15
BLANCHOT, Maurice. La Amistad. España. Editora Nacional, Madrid: 2002