La frase es aplicable a casi todo. Irse para volver. O quizá para no regresar. En cualquier caso, la idea propone movimiento. Nuestro cronista fue y quedó impactado. Las voces cruzadas sobre el escenario le dictaron las palabras que debían componer el texto. Todo fue una gran ficción, incluso aquello que se había izado como realidad. Y al final, siempre el mismo destino: todos terminaron por irse.
Muerdo el caramelo lentamente, con temor a que el ruido rompa el clima. Delante de mí, un viejo apoya su respirador portátil en el piso de madera; el blanco transparente de los cañitos que le salen de la nariz hace juego con el pelo largo que le corona la calva. Cerca del viejo, un grupo de estudiantes de teatro hablan sobre el seminario de no sé quién, y de que está lleno de pedantes en el ambiente de la actuación. Dos metros a la izquierda, una pareja de lesbianas se da besos a escondidas. Están vestidas como para una cena en el Ross Tower; creo que el brillo del saco de la flaca de pelo corto podría asesinar epilépticos. En el sillón, al lado del viejo, un nenito rubio, lechoso y prolijito, nos controla a todos, como un rey que mira a sus bufones. «¡Qué buena obra!», me vas a decir. No, no; no es la obra. Esta es la sala de espera. No sé qué publicidad tenga el teatro La Morada, pero se llevan el premio al público más exótico que tuve el gusto de ver.
Cuando dan sala, la cosa no varía mucho. Parece un conventillo o algo por el estilo. Los personajes hablan todos al mismo tiempo y están vestidos de formas muy desiguales, cada uno en su estilo. El poeta, la nena de papá, el que se fue a Europa a triunfar y vuelve sin nada, el tío que es un timbero y cagador, la que se limpia los chacras en el monte con sahumerios… etcéteras, etcéteras. Nueve personajes delirando, cada uno en su mundo. Entrando y saliendo por una puerta ficticia que a veces parece puerta y a veces parece excusa de utilería. Para cada uno, la existencia de los otros es casi una excusa para poder hablar, porque todos viven en su propio planeta. Sólo tienen un punto en común: son hermanos. Hermanos y hermanas, a la espera que la salud de su papá mejore.
Al principio creo que es un conventillo de los 40. Después pienso que es un manicomio. Después pienso que es una metáfora de los diferentes roles que podemos adoptar como hijos y como personas. Y después mando todo a la mierda. Si la obra no se interesa de verdad en tener sentido, ¿para qué se lo vamos a buscar? Me tiro para atrás en la silla, manos a la nuca y a disfrutar. Y me reí mucho. La obra es un delirio y la gracia radica en no saber hacia dónde podría disparar la situación o el personaje. No creo que sea una obra que soporte una segunda vista, ni que vaya a recordarla mucho más allá de salir de verla y escribir la crónica, pero me divertí. Me divertí honestamente, y eso no es poco.
Ya vendrán los grandes intelectuales en su rol de justificadores seriales a encontrarle los sentidos metafísicos. Por mi parte, salí caminando del teatro sin mirar atrás. La obra fue un caramelo que se va derritiendo cuadra a cuadra, hasta que ya no queda más recuerdo que la impresión de haber saboreado alguna vez algo dulce.
Contacto
Ficha técnica
Dirección y dramaturgia: Cristina Carozza
Actuan: Agustina López, Caru Jacoby, Cecilia Rivero, Claudia Gómez Vidal, Clarita Frana, María Bardach, Mariano Troncoso, Marcos Vidallé y Héctor Scilingno.