Cuentos | La noche - Por Mariela Torres | Ilustración: Lali Ruggeri

La noche se abre. En verdad, ya estaba abierta. Es apertura. La oscuridad nace y se desentiende, eso la posibilita. Salir es entrar en ella, no volverse, porque a la noche nunca se regresa. Parecería un permanente ir. La lluvia misma los desvanece, es la misma lluvia compartida. Ahí, sobre ella, se trazan los límites. 


Andate a la mierda, pelotuda, era lo que su memoria se empeñaba en recordar. Él le dijo muchas otras cosas pero esas cinco palabras surgían recortadas en su mente. Eso le parecía más brutal que todo lo demás.

Andate a la mierda, pelotuda, era el límite que él había pasado y que ella había dejado correr. Quiso desaparecer, dejar su cuerpo desintegrado en la noche y salió. Se puso la campera negra, el gorro negro, la bufanda negra, los guantes negros. Puso en un bolso vacío la billetera, el celular y un paquete de pañuelos de papel. Abrió la puerta cancel, la cerró, abrió la puerta principal y salió. Cerró con llave.

La noche la desilusionó, había luz en la calle, luz en el bar de la esquina y tres hombres sentados a una mesa en la vereda. Pronto se dio cuenta de que lloviznaba como si fuera un spray suave. Ni pensó en volver por un paraguas, protegida como estaba lo único que se mojaba era la cara, como lágrimas exteriores.

La avenida estaba más iluminada, había autos, colectivos, motos, pero no peatones. Puso las manos en los bolsillos y caminó lenta y segura como si supiera adónde iba.

Dos mozos parados en la puerta de otro bar la miraron con curiosidad. Ella siguió derecho y se paró en la vidriera iluminada de una casa de deportes. Se dio cuenta de que nunca se detenía en las vidrieras de las casas de deportes y que no conocía las zapatillas. La sorprendieron unas suelas en zigzag en colores fluorescentes que parecían dibujos hechos en una foto.

Siguió hasta la heladería. Una pareja comía helados, adentro. Una de las dos empleadas se dio cuenta de su presencia en la vereda cuando abrió los ojos después de un bostezo. Allí supo que tenía que volver, miró la hora en el celular, 23:38, ¿para qué alejarse más si no tenía adonde ir?

Volvió lentamente como se había ido, con la llovizna humedeciendo su cara, tratando de oír el sonido inexistente de una llamada de él.

Puso la llave en la puerta principal, la cerró, abrió la puerta cancel, la cerró y entró. Él ya estaba durmiendo.

Parte de «En la ciudad gris», por Lali Ruggeri

 

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