Crónicas | Barra Libre, una obra con swing - Por Ernesto David Sánchez

El atractivo de la noche de principios del siglo pasado, con sus personajes sucios, sus revuelos, su sonoridad, llevó a nuestro compañero por el camino de regreso al colegio y a los amigos del secundario. Impregnado de aquella nostalgia, nos contó su experiencia, que estuvo llena de semillas y de raíces.


Un país de inmigrantes a principios del 1900. Drogas, prostitución y música de charleston. Las mafias disputan el territorio y todo negocio posible es un negocio turbio.

Barra Libre es la obra que abre esta nueva edición de El Semillero de la Gurru; el pequeño gran festival de teatro que se realiza todos los años en el colegio Dr. Francisco de Gurruchaga, y al que le tengo un cariño especial, por el hecho de haber cursado toda la secundaria en esa institución.

La consigna del Festival es sencilla: puede presentarse cualquier obra de teatro en la que participe al menos un estudiante que curse o haya cursado en el colegio. Hay de todo; desde obras de elencos con menos experiencia, hasta trabajos de primera línea, seleccionados para el Festival Internacional de Teatro, como lo es Carne de juguete. En este caso, Barra Libre es la obra ideal para inaugurar esta sexta edición, porque es una obra escrita e interpretada por el elenco estable del colegio.

Con un promedio de edad de dieciséis años en sus integrantes, puede que este trabajo no cuente con el guión más sólido ni las interpretaciones más pulidas. De hecho, los chistes y las situaciones que viven sus personajes parecen sacadas de una lluvia de ideas que después fueron cosidas con una delicadeza digna del doctor Frankenstein. Pero sin importar estos detalles, la obra se roba el cariño del público desde el comienzo, porque tiene vida. No me acuerdo cuando fue la última vez que vi actores que realmente se divirtieran en el escenario. Incluso los chistes fáciles llegaban a sacarme alguna sonrisa.

Barra Libre

Los personajes intentan liberarse de los textos plásticos; cada palabra es de ellos, y se esfuerzan por sentirla propia. La obra logra deshacerse de esa actitud pedante y solemne que manejan muchas obras artísticas, y simplemente nos recuerda que crear es una instancia de juego. Nos hace sentir chicos otra vez, y nos deja participar de sus bromas, como si fuésemos parte de ese grupo de amigos.

El final es abrupto y caótico, pero a nadie le interesan los detalles. La energía no decrece y es muy divertido verlo. Al saludo de los actores les siguen los abrazos, y el público se acerca para felicitar a los artistas. Entre ellos, muchos ex alumnos que siguieron otras vocaciones, pero que en medio de tantos recuerdos, reviven también las ganas de estar arriba de un escenario. Como cada año, se respira mucha calidez y fraternidad.

Terminada la función, camino un par de cuadras hasta el bar. Mis amigos de la secundaria viven todos por el barrio, y el lazo que creamos se mantiene intacto después de casi diez años. Hoy festejamos juntos. El Semillero es una forma de volver a mi escuela, aunque soy consciente que nunca terminé de irme.

 


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