Relato e ilustración publicados en nuestra cuarta revista de Literatura y Artes.
«¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?», leyó. El grito estaba pintado en una pared descascarada, en el centro de Buenos Aires. El frío le quemó la piel y lo llevó directamente a las cicatrices que aún sangraban en el recuerdo. La frase de Primo Levi, recuperada por un anónimo en los ladrillos de aquel viejo edificio, era el pasaje directo a los insultos del Ruso la noche del 27 de agosto de 1979, cuando un grupo de oficiales no identificados irrumpió en la pensión donde se escondía junto a sus compañeros.
Un estruendo rompió la puerta y la calma de la helada nocturna. El pasillo, largo, daba una tregua de quince segundos a los que, refugiados en el fondo de la casa, aguardaban la embestida. «Alto, ¡que nadie se mueva!», rugió una voz mientras el vaivén de las botas acercaba a los uniformados.
Santika fue el primero en despertar. Estaba entredormido, con el miedo clavado en los talones, dispuesto a renunciar al sueño con tal de no entregarse a los milicos. Sus compañeros, en cambio, llevaban un par de horas descansando. «Zurdos de mierda, sabemos que están acá. ¡La puta que los parió!». El grito atravesó el revoque desgastado de cada una de las salas y el terror de un final incierto, pero sospechado, aceleró los latidos del joven. Con un débil zamarreo, colocando antes la mano derecha sobre la boca, despertó a Puchardi y segundos después a Gómez. El movimiento lo hizo levantar. Los cuatro, acovachados en el espanto que anunciaba el futuro y conscientes del coraje que los había conducido hasta allí, eran una polaroid feroz y soberbia del lugar que el tiempo había preparado para la juventud.
En su mirada aparecía el desconcierto voraz que había nacido hacía algunos minutos, mientras el temblor de sus manos desvestía el nerviosismo torpemente disimulado por los otros tres. Quedó, por las inexplicables jugarretas de la historia, detrás de sus compañeros con la tensión dueña de sus músculos y una ametralladora en su mano derecha. Era una réplica inexacta de la sueca Carl Gustav que había traído Gómez desde Villa Ballester y de la cual, según le había explicado, sólo se habían fabricado seis copias de prueba. Tenía la culata torcida y el cañón de la mira desviado lo que, sumado al temblor de su muñeca, garantizaba un disparo fallido en todos los órdenes. En la campera verde, dentro de uno de los bolsillos interiores, se escondía una granada SFM-G 40 que Santika le había regalado bajo la promesa de que sólo la usaría si no había otra opción. Apretó contra su pecho el bulto del explosivo y se quedó esperando el desenlace inevitable.
Gómez estaba adelante, detrás de una mesa de mármol que acostada le servía como refugio, mientras que los otros dos se escondían debajo del muro de la ventana que daba al patio interno. Algunos pasos más atrás miraba a sus compañeros, añorando su fortaleza y deseando, en algún remoto e inexistente lugar, besar aquella bravura con la que no había sido bendecido.
El cuerpo de policías se detuvo una vez terminado el pasillo y ordenó la entrega. «¡De acá me voy libre o no me voy vivo! ¡Viva Perón, carajo!», las palabras de Gómez avivaron los insultos de sus compañeros y encendieron el fuego de la noche de agosto. Detrás de la mesa, con el arma en mano, esperaba impaciente el instante para hacer valer el honor que caminaba por su piel. Una lluvia de plomo agujereó su defensa y, frente a los ojos llorosos de Santika y Puchardi, que observaban desde otro ángulo, se puso de pie, malherido, con la camisa roja por la sangre que brotaba de su abdomen, acercó el revolver a su sien y en la gentileza de un silencio inesperado, atinó a gritar por última vez «La revolución no se negocia», pero antes de que el suicidio pudiera inmortalizar el lema, un disparo cobarde le arrancó el aliento y lo acostó para siempre.
«¡No, hijos de puta!», sacudió el Ruso, que chilló con balas que marcaron la pared. Santika lo tomaba con sus brazos intentando evitar que el desconsuelo lo llevara a perder la posición en el refugio. La respuesta de los uniformados no tardó y en una granizada de tiros marcaron el final. Apenas podía tomarse la cabeza y frenar la terquedad de su amigo que, ciego de odio, ansiaba soltarse y salir al cruce del fuego. De golpe, un susurro tibio, fundido en una plegaria inocente, tajeó el tiroteo. Santika y Puchardi miraron hacia atrás y lo vieron besando la cruz de madera que pendía de su cuello, rogándole, a ella o a quien fuera, mejor suerte. «¡¿Dónde carajo está tu Dios ahora?! ¿No ves que nos van a matar pelotudo?»; la frase seguía, pero el Ruso no pudo decir más. Un bólido de plomo lo tomó por la espalda cuando apuró a correr hacia la habitación. Sus ojos quedaron abiertos, con las pupilas inmensas hundidas en la fotografía de Eva Perón, que aún sobrevivía en la pared sin rasguños. Santika se quebró en un gemido agónico.
Dios no estaba allí y tampoco apareció. Sus representantes oficiales, en cambio, brindaban felices en la mesa de los monstruos mientras se desataba el infierno. Las súplicas y los ruegos esparcieron en el aire ira y resignación. La muerte o el averno se izaron como finales únicos y el tiempo no negoció su ritmo. «¡Entréguense, zurditos, ya se les terminó la fiesta!». Santika entendió su lugar en la historia, siempre lo había sabido, pero en aquel instante comprendió enteramente por qué estaba allí. Miró de reojo a su compañero, le mostró las dos granadas y antes de quitarles el seguro le ordenó que huyera. Éste, congelado por el horror, no pudo más que acatar el mandato y escapar por la segunda salida del edificio. Aún la madrugada tenía un par de horas de vida. La calle, desierta y solitaria, lo obligó a encontrar rápidamente un nuevo escondite. La búsqueda urgente incendió a las pulsaciones que sonaban como péndulos golpeando un mismo gong. Un baldío desprolijo apareció tras la esquina y sosegó el pavor, hasta que un trueno enorme se comió la noche. Las granadas y el arrojo de Santika le habían salvado la vida.
El diario lo decía clarito: «Abaten a terroristas subversivos en enfrentamiento», la bajada del título explicaba que no había muerto afortunadamente ningún oficial, pero que se sospechaba que un cuarto cómplice había huido con armamento. Había, además, una módica suma como recompensa, aunque no se precisaban nombres ni detalles físicos que pudieran comprometerlo. Dos semanas más tarde, estaba en un colectivo a Chascomús.
Allí podría quedarse por algunos meses porque el revuelo capitalino era demasiado peligroso y arriesgarse después de la muerte de sus compañeros sería un error infantil. En su nuevo destino lo esperaba María Inés, la Turca, una amiga de la militancia en la Universidad de Buenos Aires que le había hecho el contacto a Gómez en Villa Ballester para que retirara el armamento. Ella les había prometido abrigo y un lugar donde esconderse si los milicos les seguían los pasos. Tenía la casa de su abuela disponible, la vieja andaba viajando por Europa y le había dejado la llave.
No era una construcción ostentosa como suponía. Las paredes estaban despintadas y el jardín del frente necesitaba atención. La reja había sido blanca, pero apenas dejaba leer en sus hierros el color, porque el óxido ganaba terreno en cada una de sus varas. Un pasillo de baldosas grises conducía a la puerta principal, lo escoltaban canteros que alguna vez lucieron flores. Mientras recorría con sus ojos la fachada del edificio, se imaginó desmalezando las parcelas, oculto en el traje de un jardinero que desconocía lo que pasaba después de la verja. Su pensamiento lo avergonzó. Aplaudió dos veces y esperó por su amiga. Eran las dos de la tarde, había movimiento en la calle y nada parecía fuera de cuadro salvo él: un joven desarreglado, con un bolso marrón en la espalda y el espanto hundido en los huesos.
Los ojos y la nariz de su amiga se asomaron por detrás de una cortina verdosa, a través del vidrio de la ventana principal. Pasaron algunos segundos, ella abrió la puerta y fue a recibirlo. El abrazo duró menos que un estornudo. Apenas podía balbucear. Caminaron hacia adentro revisando que nadie los observara. Volvieron a abrazarse, ella preguntó por los demás y el silencio le respondió sus sospechas. Lloraron juntos, aferrados a la convicción de no negociar sus ideas, pero con el deseo perverso de que todo acabase de una vez.
Las arrugas de su piel confesaban el paso del tiempo, que da pruebas de su existencia a través de los cambios. Sabía que la juventud que le latía adentro no estaba protegida por la coraza inmortal de los veinte años y que con más de siete décadas a cuestas, su corazón era frágil como una hoja otoñal que aguarda al zapato que la multiplicará contra el suelo.
Apenas eran las siete de la tarde. A través del cristal, el pasto se ve menos verde. El sudor era un recuerdo frío de las revoltosas movidas estudiantiles que descansan en la adolescencia. Miró hacia su biblioteca y entre los cientos de autores que aparecían en los lomos, revivió la intensidad que lo sedujo cuando niño a pelear por las convicciones que le surcaron la vida y el rostro.
El dedo índice de la mano izquierda hacía siempre el mismo recorrido. Comenzaba desde el hombro que lo sostiene y en una lenta pero incansable ascendencia, rozaba con la uña el tejido arruinado por el fuego de la explosión que le marcó el destino. Sobre los labios, el viaje duraba algunos segundos más y mientras el tacto sembraba un liso cosquilleo, los ojos siempre cerrados recuperaban la mirada de sus compañeros que presos entre los escombros le pedían que huyera.
Estaba atrapado. Todos los días, en cada esquina, en cada plaza, dentro de un cuento, en los versos de algún poema, en medio de una película, cuando se duchaba, después del primer bocado, antes de acostarse a dormir, viendo un partido de fútbol, en alguna canción que sonaba por la radio, acompañando a su nieta al colegio, entre las góndolas de supermercado, cuando sonaba una sirena… En cada movimiento que lo obligara a pestañar más de una vez, aparecían sus compañeros. Gritaban contra los milicos y la liberación económica de aquellos años. Los retratos se cruzaban. Compartían un mate en una tarde soleada, discutiendo sobre política y de pronto un trueno hacía la noche y los veía ahí, muertos en el suelo, a su lado y sin poder hacer nada más que escaparse.
La imagen se le clavó en la médula. Gómez, Puchardi y Santika fueron tapa del matutino de 1979 bajo un título que los bautizó como extremistas subversivos. No hay lugar para la reflexión cuando la muerte susurra al oído. En los extremos, la mente se apura a hacer una cuenta de probabilidades y pone sobre la mesa las perspectivas concretas de alcanzar un objetivo puntual. No había alternativa. Debió elegir, en fracciones inexplicables de tiempo, si sumarse a la lista del diario del día después o perderse entre las sombras para contar la historia desde otro lugar. La segunda opción se hizo carne, pero le comió el alma. Pasaron más de treinta años y en los ratos de silencio aún aparece el Ruso Puchardi, con el miedo incrustado en la piel, llorando sangre y a punto de pisar el infierno.
Tremenda historia. Lo peor es que los milicos siguen por todos lados. Nos robaron la vida… gomez centurion y la puta que te parióoo
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