Crónicas | Hay que esconder al general - Por Lucas Paulinovich

«El peronismo es irremediable. Pero hay que estar ahí, y desde ahí pelear. Por lo menos (…) tiene una virtud: no te engaña. De entrada sabés que está lleno de alcahuetes, burócratas, oportunistas, fachos, canas y delincuentes, pero también está lo más genuino y rescatable del país. En serio, adentro están escondidos todos, desde la Primera Junta de 1810.»

Alicia Eguren.

 

Hace más de cincuenta años que Vicente Sava se acuerda con detalles de ese día. Sentado en otro siglo, Vicente puede ver a la pareja que se acerca por la vereda, tomada del brazo, hasta el camión. Y escucha, más de cincuenta años después, las mismas pisadas expandiéndose por el césped hasta las paredes del cementerio El Salvador. Y es como si ahora también rebotaran y llegaran hasta él.

Y se acuerda: la mujer avanzaba con dudas, confiándose en el brazo del compañero. El vestido le cubría las piernas musculosas, de entrenamiento límite y disciplina metódica; todavía con algo de empuje. A lo lejos eran una pareja que paseaba por el parque, un hombre y una mujer que, como tantos a esa hora, en Rosario, salían a caminar entre los árboles y respirar el aire libre del parque Independencia.

Esa madrugada un grupo de civiles y militares, con ayuda de suboficiales asignados, se había apoderado del Regimiento 11 de Infantería: entraron y llegaron hasta el casino de oficiales. Cuando las balas cruzaban los salones del destacamento militar, el teniente coronel retirado Eduardo Escudé irrumpía en el Batallón de Escuela en Tartagal. Esa mañana también estaba preparado un ataque simultáneo a la Fábrica Militar, pero no se concretó. Los rebeldes resistieron cuatro horas la respuesta del Ejército y la Gendarmería. Hubo muertos y decenas de prisioneros. Los que pudieron escapar se dispersaron por Rosario.

Vicente se queda mirando a la pareja que avanza a paso ligero. Los mira desde la cabina del camión: uno es Armando Cabo, dirigente metalúrgico; el otro es el general Miguel Iñíguez. Son dos de los jefes del levantamiento; y, por lo tanto, dos de los nombres más buscados por el operativo de seguridad desplegado por las fuerzas oficiales. Dos personajes unidos desde los hechos de Córdoba en el ’55, cuando Cabo reunió cuarenta camiones e Iñíguez encabezó una columna de efectivos, ambos para liquidar la sublevación del general de división Eduardo Lonardi. Y ambos debieron replegarse junto a sus hombres al conocerse la renuncia del presidente Perón. Se saludan: el general Iñíguez tiene puesta una peluca y un pañuelo le cubre parte del rostro. Junto a Vicente están su hermano Juan, el Chito; y Antonio, el mayor de los tres. Vicente abre la puerta del camión Bedford que usa para trasladar las verduras y las frutas desde el mercado de Rosario: agrandaron la ventana de la cabina dormitorio y colocaron un vidrio que se abría y daba a la caja. Antes de hacerlos subir al espacio preparado entre las jaulas de acelga y repollo, les entregaron una metra a cada uno. La puerta trasera del camión estaba trabada con doble cadena y apilaron cincuenta bolsas de papas. En la posta la caminera clavaba las puntas de las armas para controlar. Pero a ellos, los de la caminera, los conocían, pasaban tres veces por semana, les pedían favores: «che, Sava, ¿no me traes tres kilos de salamines a la vuelta?». En todos los controles había carteles con una foto que decían «Traidor a la patria, vivo o muerto: general Miguel Iñíguez».

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«Eran los años de militancia en Carmen y Venado Tuerto», dice Vicente. Él y el Chito empezaron a trabajar para el Partido después de la caída de Perón. Vendían frutas y verduras; y eran peronistas desde que salían a pintar «Braden o Perón» en una jardinera tirada por un caballo. Pero se metieron en la Resistencia tras el fusilamiento del general Juan José Valle en junio de 1956. Una de sus primeras tareas fue llevar en una ambulancia a Nora Lagos, directora del diario Soberanía, de Rosario, disfrazada de enfermera junto a otro compañero hasta la Embajada de México. Enseguida los dos hermanos quedaron al frente del Partido a nivel local. «No apareció ninguno –dice Vicente, sentado en otro siglo-. No pasaban ni por enfrente de mi casa». Las reuniones las hacían en Rosario, Firmat, Carmen o Casilda: siempre en casas particulares. Las relaciones de los Sava con Buenos Aires habían empezado por intermedio del Tío Galarza, que trabajaba en la fábrica de armas de Fray Luis Beltrán. Era el que conseguía las .22 y las .45. También algunas granadas. Y era, además, el que los bancaba como punteros departamentales: los hermanos Sava en Venado Tuerto. «Era dura la cosa esos años», se acuerda. Con el cerrojo militar, había que abrir las unidades básicas de prepo: se alquilaba un salón y se inauguraba. A la semana estaban todos presos y cerraban el local. Cuando salían, inauguraban uno nuevo en otro pueblo. La respuesta al levantamiento fue feroz y en Venado Tuerto la persecución se llevó al límite. «Fue así durante dieciocho años, hermano». Y se acuerda que cuando vino Perón al país, los que no estuvieron nunca, los echaron: «esos que nunca pusieron ni un bife ni un chorizo».

Las autoridades locales de la dictadura, como en otras ciudades, quemaron libros en una esquina y prohibieron toda actividad política, encarcelaron a los dirigentes, a los cuadros intermedios, a los militantes de base y a los referentes barriales. Durante esos años, Vicente hacía diez mil kilómetros por mes con el camión llevando compañeros hasta Córdoba, Mendoza o La Pampa. Venado Tuerto era una estación de descanso para la gente perseguida, sabían que tenían cama y comida. Eran 1634 punteros departamentales en todo el país. En Venado Tuerto los Sava conducían a ciento cuarenta militantes. «Y lo trajimos al general Iñíguez en un camión de fruta, fueron sesenta y siete días que lo tuvimos», se acuerda.

Y ese día del que se acuerda siempre con los mismos detalles, pararon a comer a la altura de Pérez. Era un comedor conocido que frecuentaban los camioneros. Entraron junto a la pareja representada por Cabo e Iñíguez, y buscaron una mesa y se sentaron como si nada distinto ocurriera. Comieron. Y se pusieron de pie y rehicieron el recorrido hasta salir del comedor. El camión hizo marcha atrás y retomó la ruta. En un paso a nivel doblaron a la izquierda, y antes de tomar a la derecha, frente a un galpón de máquinas, Vicente se detuvo. Él y su hermano saltaron de la cabina. El Chito sacó unos aerosoles blancos y pintó en el pavimento «Perón vuelve, Evita dignifica». Después volvieron a subirse y siguieron viaje hasta la quinta en Venado Tuerto.

Foto: Agencia Paco Urondo

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En la quinta del Papero las reglas eran sencillas: acercarse a la tranquera y hacer seña con la linterna; avisar si hay autos sospechosos; cuidar que no falte yerba; cocinar para todos; preparar la lista de lo que hace falta para hacer el pedido. Pasaron autoridades del Partido, dirigentes sindicales, deportistas, militares, decenas de perseguidos. A los primeros refugiados los habían alojado en un domicilio enfrente del Hospital. Pero no daban abasto, necesitaban otro lugar. La quinta era un rancho. Cándido González, el Papero, la había comprado y puso un horno de ladrillo para disimular. Había cuatro o cinco catres. Unos dormían en el gallinero, otros en la chata, otros bajo un galpón con techo de caña. Ellos iban todos los días, comían con los refugiados. Había treinta armas para defender la tranquera: eran armas chicas. Y las granadas. Y tenían una Apache para los operativos. «Por ahí habrá sido evidente la quinta, pero nos tenían miedo», cuenta Vicente, comprueba que es verdad el paso del tiempo y que ahora el viejo es él.

Se acuerda: el Papero era almacenero de los santiagueños y misioneros que venían a las cosechas y compraba la mercadería al por mayor. A veces agarraba la chata, lo subía a Vicente, que era joven y tenía fuerza, y se iban a San Luis a cazar chanchos jabalíes. Se llevaban siete cuscos. Los largaban y los cuscos se prendían a la cola del animal que se paralizaba. Lo demás era puntería. Hacían chorizos. Una vez el Papero insistió con preparar la salsa de los tallarines que amasaban las mujeres. Picó tomates y salía a cada rato a controlar los chorizos que se asaban en una parrilla. Al terminar de comer, se levantó y anunció que iba a revelar el ingrediente secreto. Entonces se perdió por la puerta de atrás y reapareció agitando en el aire una cola de caballo. Terminaron todos vomitando. «Si nadie se daba cuenta es porque nos tenían miedo».

En esta otra parte del tiempo, a Vicente no le quedan demasiados objetos que lo remitan a esos días. Fotos: miles de fotos. Y el cuadro de Evita que recuperaron de un depósito en el Hospital Gutiérrez. «Mandamos a uno con cara de boludo a que le dijera a la guardia que había unos peronistas pintando el tapial de la fábrica Carelli». Entonces los militares, que estaban siempre –«comían y cogían ahí»- salieron a ver qué pasaba y ellos se metieron por atrás. Ramona era la mujer que trabajaba en el Hospital y les dio las llaves. «A Ramona después se la cogieron todos los militares. La mataron, pobrecita. Nosotros al Hospital jamás le cobramos un kilo de papas». En el depósito no había nada más que el cuadro. Lo sacaron en el mismo Bedford con el que llevaron a Íñiguez.

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Desde la verdulería y la quiniela, los hermanos Sava fueron ganándose el odio de los sectores conservadores de la ciudad. Y consolidaron un estilo de conducción en el peronismo regional. «Por esa época nos armábamos para los congresos cuando se decidía una lista. La votación era a mano alzada». Y se acuerda de esa tarde y de esos años. También de otras tardes y de otros años: «lo que tuvimos que pasar por ser peronistas». En la quinta siempre había un compañero nuevo. Llegaron a haber más de cuarenta. «Por ahí pasó Augusto Vandor; el aviador y el mozo de Perón; Abelardo Palumbo, con el que después estuve cuatro años preso; un ciclista al que lo vinieron a buscar y lo mandaron a Italia; y un nadador que unió el Paraná y el Río de la Plata». Y Vicente se acuerda de cuando eran jóvenes y fuertes y trajeron a Iñíguez y repartían juguetes para el Día del Niño. Los habían comprado con cheques falsos. Había pelotas, muñecas, triciclos. A la semana le cayó el dueño de la juguetería a la verdulería. Vicente le dijo a un empleado, un gringo grandote, que podía llevar dos bolsas de papas en los hombros: «si ven que me llevan en auto, síganme». Vicente dice que nunca faltaron juguetes para el Día del Niño ni flores para el Día de los Muertos: «habremos robado siete u ocho bancos y les dimos de comer a todos los que lo necesitaron».

Está sentado, más de cincuenta años después, y se acuerda: después de la quinta y las persecuciones y la prisión y las torturas, con Perón en el país y en el poder, fueron a Gaspar Campos convocados por Iñíguez. Y cuando estaban reunidos ahí, él y el Papero, junto a Perón y otros compañeros, el general Iñíguez anunció su renuncia a la jefatura de la Policía Federal porque lo llamaban desde las comisarías para torturar hijos de peronistas. «Yo no soy torturador», Vicente recuerda con orgullo las palabras de Iñíguez. «Lo tuvimos acá, más de sesenta días». Y dice que él, cuando el comisario Dionisio Rubio lo iba a apretar con un jefe de policía de Santa Fe, le indicaba: «yo no te pago coimas porque la plata que gano se la doy al Partido». Y especialmente se acuerda de la tarde del 22 de agosto de 1969. Lo fueron a buscar a la casa y le dijeron que se lo llevaban para tomarle una declaración. Vicente sabe que el alcahuete fue uno de los que caían a comer: uno con una amante que se llamaba Chiquita. «Porque todos venían a comer acá», mordisquea, Vicente, las palabras y el tiempo. Y que una vez fueron a un casamiento. Y éste conoció a una piba y entonces la dejó a la Chiquita. Por eso ella fue a un comando civil en Buenos Aires y contó todo. «A nosotros nos venden los de acá, esos con los que comíamos y jugábamos al básquet y boxeábamos. Se hicieron todos alcahuetes». Unos tipos con zapatos de charol lo subieron a un Torino. Al llegar a la comisaría, en el patio, se encontró a la Chiquita. «¿Y qué le voy a decir ahí?».

Foto: Sara Facio

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Estuvo cuatro años preso sin condena: pasó por La Plata, Villa Constitución, Rosario y Melincué. Los trasladaron a una casa de familia en Avellaneda para torturarlos. Eran siete. Los dejaron esposados en un patio. Después trajeron colchonetas y a unas pibas de entre catorce y veinte años. Las desnudaron y le metieron una bombilla en la vagina y le daban picana. «Estaban todos de civil», apretuja el dedo en la mesa. A ellos los hacen subir por unas escaleras y Vicente se acuerda que escuchaba gente pasar y el tranvía y los autos. Y pensaba si lo irían a tirar. «Pero era una casa para torturar». Está seguro, Vicente, porque se acuerda y, en definitiva, es lo que sucedió: «los comandos civiles manejaban los juzgados, las comisarías y los campos de concentración».

Cuando al tercer día de tortura lo fueron a buscar, le dijo al tipo: «sacá la .45 y matame». Y el otro le respondió que no pasaba nada y que en dos días les iban a dar un sanguche de dulce de batata. Lo dejaron tirado en el calabozo, no podía abrir los ojos, levantaba las piernas: «eran todas estrellitas, hermano». Mientras le pasaban la picana por los huevos, por la puerta del culo, en la boca o debajo de las uñas, le decían: «con la guita que sacás con la quiniela y te metés con estos pelotudos». Y Vicente, porque se acuerda y, en definitiva, es lo que sucedió, dice: «todo salía de acá, nos meten presos los comandos civiles de acá, los que no se animaban a enfrentarnos».

Y le da la sensación de que no hay tiempo de por medio y que más de medio siglo, en realidad, no es nada: «después algunos se la jugaron, por más que estuvieran equivocados. Pero los otros, ni un bife ni un chorizo». Se acuerda de ese día, del general Iñíguez, la quinta del Papero. ¿Y es orgullo lo que siente? No sabe. Simplemente se acuerda de ese día, exactamente con los mismos detalles, como si la pareja caminara ahora por la vereda y el sonido de las pisadas viajara hasta las paredes del cementerio, rebotara y volviera. Y no sabe si es la memoria, o el tiempo: el está sentado en otro siglo, y se acuerda. «Pero de eso pasaron más de cincuenta años, hermano. Todos muertos están».


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