—¡Una víbora, una víbora!
Estábamos en Paso de la Patria y una vieja que pasaba caminando nos hizo salir del agua a las corridas. Desde la orilla, mis hermanos y yo mirábamos la víbora. El río simulaba estar quieto, parecía una ancha hoja metálica. La vieja tenía puesta una malla enteriza marrón y la piel arrugada en todo el cuerpo, también llevaba puesto unos lentes de sol grandes.
—Es un palo, vieja de mierda —dijo papá en susurros— no sabe nada.
Yo era el mayor. En ese momento tenía trece años y mis hermanos tenían doce el del medio y once el otro.
Teníamos una casa cerca del río, pero igual íbamos en auto a la playa. Como le habían adjudicado la explotación de la playa a un grupo de empresarios, la habían rodeado de rejas y para ingresar tenías que pagar unos veinte pesos por persona, peso más peso menos. Después de estacionar el auto, pasábamos por lo que serían las puertas. Pero no había puertas, nada más se cortaba la reja y a un costado se alzaban unas casillas donde, en temporada alta, los guardias te cobraban la entrada. Pero ahora, mediados de octubre, no había quién te cobrara. El pueblo estaba tranquilo, se veía poca gente.
Ya cuando bajamos a la playa divisamos unas pocas sombrillas, no más de cinco, muy alejadas unas de otras. En los paradores ni siquiera ponían música, pero sí te daban agua caliente y te vendían galletitas. Elegimos un lugar desolado para instalarnos porque a papá le daba vergüenza estar cerca de la gente: decía que nosotros hacíamos mucho quilombo.
Después del susto por la falsa víbora, volvimos al río. El agua nos llegaba a la cintura cuando Simón, el más chico de los tres, dijo:
—Para mí que acá las víboras no pican tan fuerte.
—¿Y vos qué sabés? —Le contestó Matías rascándose la panza.
—Y porque no estamos en el África, donde están las boas y todas esas que si te pican te matan.
Me metí en la conversación y les dije que en la playa del Paso teníamos a la yarará, y que si esa víbora llegaba a picarte seguro te morías. Simón se burló de mí: dijo que yo me creía un sabelotodo, y después me tiró agua en los ojos, me dejo ciego por unos segundos. El ataque de Simón dio lugar a una guerra de salpicones y carcajadas.
Con la caída de la tarde nos empezamos a aburrir. Peleábamos. Nos tirábamos arena, nos escupíamos y, por momentos, armábamos luchas libres. Al rato se nos ocurrió molestar a papá, que leía el diario y tomaba mates sentado en su silleta. Papá nos daba la espalda, a nosotros y al río. Hizo el intento de ignorarnos, pero Matías primero apuntó y después le tiró una bola de arena por la cabeza. Entonces se pudrió todo.
Papá se levantó sin voltear a vernos y sin soltar el diario, se sacudió con la mano libre la arena del pelo. Era una arena áspera, como la que se usa en las construcciones.
Cuando acabó de limpiarse, papá revoleó el diario contra la silleta y nos señaló con el dedo índice de su mano derecha. Nos daba mucha gracia la cara de papá, enojado, más redonda que lo habitual y con el ceño fruncido que le ocultaba los ojos. Parecía mucho más un bobo que una persona enfurecida.
Yo esperaba que nos pegase una buena puteada, pero no fue así. Sin bajar el dedo, nos mandó a buscar la pelota de nuestro primo Franco, que habíamos dejado en el auto. Dijo que nos entretuviéramos con eso y que nos dejáramos de joder.
Mamá era la encargada de tranquilizar a papá, pero aquella tarde se había quedado en la casa haciendo cosas de mujer. O al menos eso nos había dicho ella.
Buscamos la pelota de Franco y nos pusimos a jugar al vóley. Jugábamos bastante mal, los tres, pero como teníamos lugar para movernos no había mucho drama. Papá había vuelto a instalarse en la silleta con el diario. Queríamos que jugara con nosotros, pero no nos llevaba el apunte. Simón le pegó a la pelota con demasiada fuerza y se nos fue al agua, lejos. Los tres nos quedamos duros como estatuas. Cuando papá se dio cuenta, se levantó otra vez de su silleta, pegó una corrida y de un salto se zambulló en el río. Nadó un buen trecho detrás de la pelota, pero la corriente nos la robó.
Cuando papá salió del agua empezó, ahora sí, a retarnos.
—¡Son unos inútiles! —Dijo. El agua del Paraná le chorreaba por el cuerpo. Caminaba hacia nosotros y aumentaba el tono de voz a cada paso—: Nos vamos a la casa. ¡Ya!
Le dio las llaves del auto a Simón y le dijo que fuera y abriese el baúl.
—Ustedes —nos dijo después a Matías y a mí−, ustedes levanten todas las cosas y vayan a limpiarlas en el río.
En eso estábamos cuando apareció Simón, que en medio de un lloriqueo bajó la cabeza y dijo:
—Se me trabó la llave en el baúl.
Papá le metió un tremendo chipá y, por la fuerza del golpe, Simón terminó desparramado en la arena.
—¿Qué puta hiciste ahora, imbécil? —Dijo papá y se llevó las manos a la cara, como si se diera por vencido. Después caminó hasta el río para ayudarnos con la limpieza de las silletas y eso. Simón se quedó en la orilla.
Mientras limpiaba una silleta miré el agua del río con un poco más de atención. Se me hizo extraño que la gente hablara del Paraná como un río de agua dulce. Un agua tan sucia. Hundías la mano dos centímetros y ya la perdías de vista.
—¡Rajen del agua! —gritó papá de repente— Me picó algo —Salió pitando y nosotros lo seguimos a toda velocidad. Matías soltó un chillido largo y agudo.
—¿Qué pasa? —Preguntó Simón.
Matías se agarró el pecho con las dos manos.
—Me asusté mucho —dijo—, por eso grité. Pero no nos picó a nosotros.
Simón se quedó quieto en la orilla, con una expresión vacía en la cara.
Miré a papá, que estaba agachado y se apretaba el tobillo izquierdo con fuerza .
—Traigan mi teléfono que está en el auto —dijo él—: esto me arde como la gran puta.
Tenía el pie muy colorado.
Pero nosotros no nos movimos y nos mirábamos el uno al otro.
—¡Qué carajo les pasa! —preguntó papá, medio desesperado.
Lo vi caer de rodillas y lo vi después gatear en dirección al estacionamiento. Iba dejando surcos en la arena. Más allá, donde antes se alzaban las pocas sombrillas como pinceladas de acuarela, ya no había nadie y sobre el río el sol estaba a punto de caer, y parecía como si el agua marrón fuera a apagarlo.
Entonces sucedió: Simón agarró el palo de nuestra sombrilla, alcanzó a papá de una corrida y le metió un tremendo garrotazo por la espalda.
Papá soltó un grito espantoso. Después Simón volvió a levantar el palo y lo martilló contra el cráneo de papá.
Matías y yo nos acercamos a ellos. Simón tenía el palo todavía en la mano, miraba a papá y apretaba los dientes. La cabeza de papá sangraba mucho, el golpe lo había dejado inconsciente. Y el pie colorado empezaba a ponerse violeta.
—Hay que llevarlo al río —dije.
Matías lo agarró de una pierna y con Simón lo agarramos de la otra. Llegamos a la orilla, paramos un segundo a descansar porque el bulto nos pesaba mucho. Y después: a la rastra, pero en el agua, llevamos el cuerpo hasta la línea de las boyas. Las levantamos para que el cuerpo de papá pasara por debajo. Enseguida lo soltamos y papá se hundió mucho más rápido de lo que yo esperaba.
Salimos del agua y nos quedamos parados en la orilla. No sé cuál de mis hermanos dijo que ya era tarde, que mamá debía estar preocupada.
Ya oscurecía y el río se convertía en un pozo negro.