Cuentos | La última navidad - Por Yamil Trevisan | Ilustración: Ulises Baine

Es una tarde límpida. Arriba, en el cielo, las nubes son escasas y diminutas y están desparramadas por la inmensidad como pequeñas islas perdidas en el océano. Bruno Paradiso camina por la terminal de Rosario con una maleta vieja de color rojo y mira atentamente alrededor. Falta más de una hora para que salga su colectivo y no sabe bien qué hacer para matar el tiempo. Hace tres años que no vuelve a su casa. El día está muy húmedo y el sol lanza una luz blanquecina, como si estuviera envuelto en una telaraña gigante. Ese clima le recuerda a los últimos días en los que estuvo con su familia, más precisamente el día de la última navidad que pasó con ellos. Era exactamente un día así. Se desploma en un asiento de la terminal, deja la valija a su lado, y cierra los ojos.

Dejándose llevar por su estado de ánimo se ve a sí mismo, hace tres años, sentado en una reposera del patio de la casa de sus padres. Está leyendo los cuentos completos de Edgar Allan Poe, que se llevó ese verano al pueblo, y toma mates calientes sin preocuparse por el calor ni por la transpiración. Se «ve» de espaldas: ve su cabeza por encima de la reposera y al lado, en la mesa de plástico blanca, oxidada por los años, ve el equipo de mates y su celular. Recuerda entonces su cansancio y su aburrimiento. Ha dormido mal la noche anterior y ha mirado el celular incontables veces a lo largo del día, sólo para confirmar que Clara, la chica con la que estaba saliendo en aquel tiempo, no le ha escrito ningún mensaje. Se ha pasado la tarde así, con calor y pesadumbre, sin poder concentrarse en la lectura y a su vez sin poder hacer otra cosa. Bruno recuerda su malhumor y es como si una fracción de ese estado sombrío viajara por el tiempo y se le impusiera ahora, que está sentado en la terminal esperando sin hacer nada, recordando aquel día y pensando a la vez que quizás sea preciso levantarse e ir a comprar una botella de agua porque tiene miedo de tener sed durante el viaje. Pero ese hastío que llega de abajo o de atrás del recuerdo enseguida se difumina. Es como una estrella fugaz que atraviesa la noche y vuelve a lo oscuro. Su madre aparece entonces, en el recuerdo, por algún lado, con un palo de escoba, el pelo recogido y la ropa suelta, de entrecasa. Tiene un aire ansioso, como siempre que está limpiando y organizando algo, y le pide a él que si no está «demasiado ocupado», se llegue hasta la casa de su abuela para ver si necesita algo para la noche. A pesar de que no estar haciendo nada, Bruno no tiene ganas de levantarse porque sabe o supone que su madre podría tranquilamente ir ella misma, y que sólo se lo pide a él porque lo ve leyendo un libro y para ella leer un libro significa exactamente hacer lo que se dice nada. Tarda en contestar. Sólo lo hace cuando se convence de que le va a hacer bien salir un rato. Piensa en ir en bici y dar un paseo por el pueblo antes de volver.

Su abuela —la única que le queda, la madre de su padre— es una persona despreocupada. Vive sola desde hace varios años en una casita en las afueras del pueblo, y se pasa los días mirando documentales en Discovery Chanel. Frente a él y a los demás nietos es partidaria de una filosofía del mínimo esfuerzo. Termina casi todas las conversaciones con frases como «no hay que preocuparse tanto», o «es así nomás». Cuando Bruno era niño y hacía la tarea de la escuela en casa de su abuela, ante cualquier dificultad ella decía «¡pero dejálo así nomás, así está bien!». Cuando murió su abuelo y le preguntaron por el cajón, ella dijo, ante el primero que le mostraron «así nomás, así está bien». Pero esa forma de ser cambiaba radicalmente cuando se acercaba la fecha de navidad. Como desde hacía muchos años —desde antes de que Bruno naciera—, las dos fiestas se organizaban en su casa, uno o dos meses antes su abuela empezaba los preparativos con minuciosidad. Esas fiestas le preocupaban más que cualquier otra cosa. Parecía, en esos momentos, como si su vida se precisara, como si la imagen de su abuela hubiera estado hasta entonces borrosa, fuera de foco y de pronto tomara una forma definida.

Bruno recuerda primero el cielo anaranjado, casi rojo, detrás de la casita de su abuela, y luego la ve a ella, descalza y con el pantalón arremangado, baldeando la vereda. No logra recobrar la conversación: sólo sabe que su abuela le ha encargado algo, un número específico de botellas, o un número específico de porciones de postre y que él le tiene que pasar el mensaje a su madre. Sí recuerda, en cambio —pero más que un recuerdo es una imagen que se le impone, como un fogonazo, con  la fuerza de una alucinación— el camino de vuelta a su casa. Las casitas en penumbras, al lado del camino, iluminadas por las luces titilantes de navidad, las mesas acomodadas afuera, en la vereda, alguna de las cuales ya tienen puesto el mantel y los cubiertos, y la gente sentada en sillones de mimbre o en reposeras de madera, inmóviles como estatuas, esperando que finalmente llegue la noche de fiesta. En el pueblo no se escucha nada, ni siquiera el sonido de un auto lejano o el ladrido de un perro. La tarde parece haberse inmovilizado y Bruno tiene el presentimiento —y sabe que no es la primera vez que lo siente— que la noche no va a llegar nunca, que el tiempo se ha detenido, tal vez para siempre, y no va a avanzar nunca de ese punto. Piensa entonces en Clara, de la que ha esperado un mensaje esa tarde, esa semana más bien, y de la que no ha recibido ninguna noticia desde que se despidieron en la puerta de su edificio, antes de que él se tome el colectivo para la terminal y antes de que ella se vaya de vacaciones a Mar del Plata. Piensa en que le gustaría que Clara esté ahí, andando en bici y paseando con él en esas calles silenciosas del pueblo. «Nos vemos en febrero», es lo último que ha dicho ella, casi a modo de promesa, cuando se despidieron aquella mañana en la puerta de su edificio. «Nos vemos en febrero», repite Bruno, ahora en la terminal de Rosario, transpirando, después de tres años de no volver a su casa.

Bruno mete la mano en el bolsillo, saca un paquete arrugado de cigarrillos de menta, y se lleva uno a la boca. El primer cigarrillo del día. La primera pitada lo trastorna: siente que las piernas le tiemblan, es como si todo su ser sufriera un apagón de energía. Siente la garganta reseca y vuelve a pensar que tiene que ir a comprar una botella de agua. ¿Qué pasó después?, se dice, moviendo apenas los labios, después de recobrarse de las primeras pitadas. Vuelve a la casa de sus padres. Allí no hay luces de navidad. El jardín se ve abandonado y los ventanales y las puertas están abiertas de par en par. La casa, oscura, parece desentonar con el espíritu navideño del resto del pueblo. Mientras estaciona la bici puede ver a su padre adentro, frente a la computadora, pasando mecánicamente el mouse por la pantalla del Facebook. De todas las versiones que tiene de su padre aquella es una versión vieja: está flaco, encorvado, y su cara se ha llenado de arrugas. Después de una depresión voraz que duró años y que Bruno piensa que todavía sigue allí, viviendo en los silencios, en las miradas esquivas, en los pensamientos de la noche, su padre, «El Pichi», como todos le dicen, ya no es el mismo que antes. Sonríe, en el recuerdo, y pregunta a Bruno cómo está, si le va a llevar mucho tiempo estar listo para salir, pero parece como si en realidad no estuviera allí, como si en el fondo para él nada fuera real salvo sus propios pensamientos nebulosos y sombríos. Bruno responde, dice que enseguida se arregla, que se baña en dos patadas, habla de las cosas que hay que comprar para llevar, del partido de de Boca que se jugó esa semana, de la moto que está abandonada en el garaje y que hay que llevar a arreglar. Habla mucho, sin dejar espacios, cada vez que lo ve así, absorto, lejano, metido en sí mismo, porque hablando de algún modo se siente a salvo, como si la conversación sobre el partido de Boca y la moto que hay que arreglar fuera una luz debajo de la cual puede permanecer junto a su padre, a salvo de los riesgos de una ciudad oscura y peligrosa.

Después, como si estuviera hecha de humo, la imagen de su padre se desvanece y aparece la casa de su abuela y el olor a asado que llega hasta la vereda. Adentro, en el garaje, su tío Adrián, con un pantalón cortito y una camiseta de Boca, prepara el asado. Detrás de él, o debajo, está su primo Laureano, que también tiene puesta una camiseta de Boca y sonríe y hace muecas. A diferencia de su padre, su tío parece un hombre resuelto. A Bruno le recuerda vagamente a los personajes duros de las películas de acción que ha visto tantas veces en su infancia: esos tipos musculosos e insensibles que son capaces de destruir a un ejército en una sola tarde. Es como si su piel áspera, llena de pequeñas cicatrices y agujeros, tostada por el sol, lo volviera impenetrable, de un material más concreto del que están hechas las personas que vagan a su alrededor. Su hijo, Laureano, que está al lado o detrás de él, es idéntico, sólo que en una versión miniaturizada, en niño. Bruno sabe, como todos, que su primo tiene algún problema. No sabe exactamente si es autista, retrasado o loco, pero sabe que tiene un problema. Siempre sonríe, y esa sonrisa es como una mueca, como una máscara que usa, y dice todo tipo de cosas extrañas a las que nadie sabe qué responder. ¿Los hombres hablan con los brazos? ¿las lombrices tienen ojos? ¿mi cabeza es un planeta?, pregunta a cualquier persona que se cruce y después se lo queda mirando, expectante y sonriente. No le interesa que le respondan, porque esas preguntas son  lo único que dice desde hace años y, de esa manera, piensa Bruno, su primo vive como al borde de un universo indeterminado, sin animarse a definirlo de una manera ni otra, dejándolo intocado, mágico, lleno de posiblidades insospechadas.

Ilustración: Ulises Baine

«Pido una colaboración para que chicos con síndrome de Down puedan trabajar y no le falten materiales», dice una mujer en frente suyo, mientras deja sobre sus piernas un almanaque del año 2019 y una tarjetita con dibujos de animales y corazones. La mujer habla sin mirarlo, sin mirar a nadie en realidad. Bruno agarra la tarjeta, la guarda, y deja en el asiento de al lado un billete de diez pesos. Se levanta y camina hacia un kiosquito de la terminal para comprar una botella de agua. Falta media hora para que llegue el colectivo. El día, sorpresivamente, se ha puesto gris y frío, y ha empezado a lloviznar. Bruno arrastra la valija hasta la puerta de la terminal, y mientras toma un largo trago de agua mira la llovizna que cae sobre el estacionamiento, y más allá, sobre la calle, los autos y los edificios, y que poco a poco vuelve todo el paisaje uniforme, de un mismo color gris oscuro. Ahora, con frío, y con la leve amargura que le produce la lluvia, le resulta difícil imaginar, por contraste, la noche calurosa en la casa de su abuela. Es como si la lluvia hubiera empañado su memoria y ahora, en vez de recuerdos, sólo viera sombras y figuras borrosas.

Hace calor, reflexiona, está cansado de mirar el celular y de pensar en Clara. Esa noche la imagina en Mar del Plata, tomando cerveza en un bar o en la playa, con su amiga, hablando con unos chicos que seguramente conocieron durante el viaje. Se imagina unos chicos simpáticos y atractivos, en todo caso mucho más interesantes que él, Bruno, un tipo sin ninguna característica sobresaliente, demasiado neurótico tal vez y con cierta tendencia a la ensoñación. Se imagina a Clara en su viaje conversando con gente interesante y acumulando experiencias, en una playa lejana y resplandeciente, mientras él está ahí, en la casa de su abuela sin poder moverse, incrustado en una realidad de la que no puede salir. Su hermana está al lado, ahora aparece, y su abuela en frente, al costado de su madre, y la conversación familiar asciende en un bullicio que se confunde con el ruido de los cubiertos y la música de cuarteto que suena en una radio a pilas desde adentro de la casa. Vuelve a escuchar la voz de su hermana, simpática, amable, que atraviesa la mesa y pregunta a su abuela cómo había sido la historia de Adrián cuando se disfrazó de muerto y se metió adentro de un cajón. Su abuela, que tiene los dos codos apoyados sobre la mesa y con las manos sostiene su mentón y mira hacia la nada con los ojos brillosos por el vino y por el cansancio, enfoca la mirada en su hermana y hace un movimiento negativo con la cabeza. «No me acuerdo», dice en tono cortante. En realidad, ya ha contado esa historia una infinidad de veces, pero esa noche no quiere hablar porque tiene miedo que su hijo Adrián se ofenda o se sienta incómodo. Lo cierto es que desde hace un tiempo el tío de Bruno le tiene poca paciencia, y que a su vez su abuela la necesita cada vez más, a la paciencia, porque ahora no sólo le cuesta caminar y tiene que cuidarse en las comidas, sino que también ha adquirido la costumbre de hablar todo el tiempo, de decir cosas inconvenientes, y de tomar de más en las reuniones familiares. «Estate tranquila con la bebida esta noche, Má», le había dicho Adrián cuando arrancaba la noche, a la vez que guiñaba un ojo a su sobrino.

Como su abuela no quiere hablar, es Adrián el que comienza. Bruno no recuerda las palabras exactas de esa noche, sino el relato en sí, que ya forma parte del folklore familiar y que en su mente se ha solidificado a partir de repeticiones y recuerdos superpuestos. Su tío no tendría más de veinte y en esos años todavía se hacían en el pueblo las fiestas de mamarrachos. Como ese verano daban plata al ganador, con los pibes de la barra decidieron participar a último momento; a alguno se le ocurrió disfrazarse de carroza fúnebre. Entonces, dice su tío, fueron con los pibes hasta la empresa de velatorios a pedir prestado un cajón. El tipo de la empresa, que al principio no quería saber nada, después, con la insistencia de ellos, terminó ofreciéndole un cajón usado. Era eso o nada. Nadie quería meterse adentro, por supuesto, pero Adrián, por una suerte de valentía absurda, de la que ahora se ríe, se animó. Se metió adentro del cajón en la fiesta de mamarrachos, y sus amigos hicieron de lloronas. Durante las dos cuadras que duraba la caravana por la calle del centro, Adrián permaneció adentro del cajón haciendo de muerto, con una media en la cabeza. Hacía muchísimo calor y el cajón empezó a hacer olor. El olor era tan horrible, dice Adrián, que cuando salió se sacó la media y vomitó, en frente de todo el mundo. Nunca, afirma, volvió a sentir un olor igual. Su madre, que estaba esa noche entre el público, hace más de cuarenta años, y que vio a su hijo salir del cajón, sacarse la media y vomitar, lo observa ahora seriamente, como si estuviera aún viéndolo disfrazado de muerto. Mueve la cabeza despacio, en cámara lenta, en un gesto de recriminación. Bruno la mira y los demás también. Esperan que diga algo. «Eso de hacerse el muerto está mal», dice su abuela. «¿A quién se le puede ocurrir meterse en un cajón usado? Yo sabía que algo malo iba a pasar».

Por eso, porque la abuela de Bruno había leído un mal presagio en aquella ocurrencia, tenía miedo de que al día siguiente, que Adrián se iba a ir a ver un partido de Boca a Rosario, le pasara algo malo. Decidió, entonces, no despertarlo. Antes de irse a trabajar le quitó la alarma al reloj y lo dejó durmiendo. Pero cuando volvió él ya no estaba: alguno de sus amigos lo debía haber pasado a buscar. Y así pasó lo que pasó, dice su abuela y luego se queda callada.

«Fue un partido malísimo», dice su tío, «Boca perdió cinco a dos, y esa tarde, además de hacer frío, no paró de llover en todo el día». Él se mojó tanto, dice, que el documento que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón se le deshizo en pedacitos. Así que su tío, una vez que terminó el partido, de malhumor por el desempeño de su equipo y tal vez por el frío y por la lluvia, discutió con sus amigos, y se fue solo, con la idea de comerse un choripán en un carrito antes de volver a la terminal. Caminó por el Parque Independencia buscando un puestito, hasta que se alejó sin darse cuenta de dónde estaba la gente y se encontró solo, perdido, sin saber en qué parte del parque estaba. Entonces, de algún lado, aparecieron cuatro tipos con camisetas de Nwells y muy mala pinta, y se le acercaron. Uno le dijo, riendo, que le regale el sombrero —su tío llevaba un sombrero de Boca— y antes de que él se diera cuenta le hicieron una ronda y alguien, de atrás, le quitó el sombrero y cuando él se dio vuelta, otro, de adelante, le dio un puñetazo en la cara, y luego, antes de que se pueda defender, recibió otro golpe y otro más, y así, y al final cayo desmayado. Cuando se despertó estaba tirado en un charco de agua y se le habían roto todos los dientes. «Fue ahí que me los rompieron», dice sonriendo y mostrando su dentadura arruinada. Y ahora que llueve en Rosario, desde la puerta de la terminal, Bruno puede imaginar a su tío, como si lo recordara, como si hubiera estado allí, caminando por las baldosas de algún sendero del Parque Independencia, hace más de cuarenta años, con el gorrito de boca puesto, mojándose y temblando de frío, alumbrado apenas por unos faroles rojizos que dejan a oscuras grandes zonas del parque; puede ver a su tío confiado y descontento, caminando sin saber lo que se viene, sin tener idea de lo que le espera en la oscuridad. Y puede ver después a Clara, borrosa y lejana, recostada en una playa de Mar del Plata, con la piel roja por el sol que le ha dado durante el día, y luego todo se pierde y su mente se queda en blanco.

El cielo, afuera de la terminal, se ha puesto aún más negro. Son apenas las seis de la tarde y es como si las reglas del tiempo se hubieran trastornado y la noche hubiera llegado antes que de costumbre. Su colectivo ya está en la plataforma y se pondrá en marcha en pocos minutos. Con suerte, antes de las nueve Bruno estará en su casa. Sus padres le han dicho que lo esperan con una comida, aunque no sabe exactamente cuál. Después de haber dejado la valija y subido al coche, sigue de manera vaga pensando en la comida: cierra los ojos e imagina una tarta de jamón y queso, de las que hace su madre. Imagina unas hamburguesas, luego una tortilla y mientras entra despacio en el sueño, su pensamiento se desliza hacia su abuela, otra vez en aquella noche de navidad, hace casi tres años. La voz de un locutor desconocido sale de una radio y hace una cuenta regresiva «seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Feliz navidad!», y entonces sube a su mente el ruido de las bocinas, de las voces, de los vasos chocando, de la sirena que suena a lo lejos. Su abuela se acerca a él con una botella de ananá fish. Puede ver de cerca sus ojos achinados y brillosos por el vino, y por el cansancio. —«¿Te sirvo ananá fish nene?— dice ella —¿Querés un poco? La abuela te la compró para vos… ¿Sabés que la abuela te quiere mucho nene? ¿Sabés que sos la vida para la abuela…?» «Sí, lo sé, Abu. Y yo también te quiero mucho» «Pero la abuela te quiere más, nene. ¿Vos te acordás cuando eras chiquito…? Eras así chiquitito y la abuela te llevaba a pasear por el barrio y a ver las ovejas que tenía el vecino, y vos las mirabas y les decías «cohías». Jaja. Pero decime: ¿porque le decías «cohías» a las ovejas? Qué chiquito que eras…¿no podés volver a ser chiquito ahora?».

Y ahora Bruno es un niño y corretea por el patio de la casa de su abuela. Se ve a sí mismo corriendo y jugando con un muñeco, mirando el cielo de cuando en cuando: es un cielo rojo y resplandeciente, como el cielo de una galaxia lejana, y tiene tantas estrellas como nunca ha visto en su vida. «Es increíble el cielo de la casa de mi abuela», piensa en el sueño, lleno de felicidad. Y luego la ve a Clara, pero Clara tiene el pelo rubio, como su madre y como una mujer de la que se ha enamorado hace poco.  En el sueño es verano y él todavía la sigue esperando: ella está de vacaciones y se aleja descalza por la playa de una ciudad desierta. Llueve muchísimo en esa ciudad y las gotas que caen son como grandes burbujas azules, pero Clara, que está de espaldas, camina tranquila, sin inmutarse, como si no le importase, como si hubiera pasado toda su vida bajo esa lluvia de verano, caminando descalza por esa playa desierta.


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