Hay una forma de hacer teatro que me encanta: mezcla hondura poética con terrenalidad lírica, y baraja imágenes de ensueño con historias de vermú. Es un teatro cocido al tizón de la memoria emotiva, fuego que acá en Rosario humeaba fuerte en los ’90 en los Talleres del Ángel donde la Chiqui encendió las llamas. Esa memoria emotiva hace que lo que se cuenta en las obras ligue las fantasías de los personajes y los recuerdos sensoriales de quien actúa, haciendo no sólo verosímil sino sustanciosa y profunda la historia que se narra. También los objetos toman otra dimensión: no se sabe si son artefactos que lo narrado pide o entidades que han disparado la obra. Además, esos objetos del teatro rosarino (el que a mí me encanta), suelen ser desposeídos de glamour, o claramente son marginales, crotos, rotos, despreciados casi en la realidad pero elevados a simbólicos en la teatralidad. Y algo más: la actuación es la base fundamental en la comunicación teatral, la mayoría de las veces actuaciones que generan dramaturgia; puede haber poética en lo lumínico, en el vestuario, en los textos, pero el sacudón al público lo da la actuación, la emocionalidad que los cuerpos encarnan, los roces de la voz más que la palabra, los pasos de baile entre la luz más que la música, el cuerpo más que el entorno, el gesto más que la máscara, el estallido de la mirada más que todo.
Los cielos de la diabla: una obra de Teatro con título tan poético nos hace pensar en un lirismo Apolíneo; cuando nos sentamos en la oscuridad de los palcos vemos que la escena se desguaza en varios planos, al fondo percibimos una luz roja, pulsante corazón, desde donde emerge la figura de La Diabla, desapareciendo luego en un trasfondo ululante de pasos y susurros que van acercándose hasta aparecer por el lado opuesto a donde estaba, con la simbología del aroma de las hierbas curativas y la mancía en los días del calendario. Todo es sutileza Apolínea. La Diabla aún no muestra su cara terrenal, es toda poesía, símbolo, sensibilidad narrativa y presencia. Pero al cabo, emerge lo Dionisíaco, lo terrenal, lo orillero, lo Rosarino: esa Diabla que es bruja adivina, y poesía corporal, es lavandera de las casacas del club Independiente de Avellaneda, los Diablos rojos, y desde allí, lo Apolíneo y lo Dionisíaco, navegan juntos en esta barca sobre el río teatral.
La bruja roja, la diabla, Amanda, cuenta su historia. La actriz, la creadora del espectáculo, va y viene en ese vaivén de lo terrenal y lo metafísico, compartiendo un regio Cazalís con soda con alguien del público, acercándose y distanciándose, encarnando, ella, una rubia Mireya, al Pato Pastoriza, morocho caudillo del Rey de Copas, o sobrevolando los cielos entre nubes de humo, luz, hojas caídas y aloe vera.
En el relato Amanda va abriendo sus pétalos, cuenta su relación con el Pato, una historia de amor escurridizo, como canto de agua, revelando que él, el gran técnico varón, paraba el equipo según ella, la lavandera mujer, las colgara en el alambre al viento.
Lo otro que detona el teatro (ya no sólo rosarino sino teatro al fin) es la simbología. En estas simbologías rojas está la Diabla, el color de Independiente, y está la mujer. En ciertas fiestas hinduistas del Yajñá, entre el fuego, las flores, los cantos y el amor, los hombres visten de blanco y las mujeres de intenso rojo: ese color simboliza su fecundidad, sus ciclos menstruales, su sangre latente, su feminidad. En la obra el rojo estalla como simbología e imagen: crespúsculos bermejos que Amalia observa, violaciones infernales sobre el piso ensangrentado de luz, bombacha colorada flameando en bandera, vestido y zapatos de caperucita diabla, mujer hechicera de presencia bermellón.
¿Cuándo entenderemos las canciones de la Diabla?
¿Cuándo dejaremos de intentar arrebatarles sus casacas colgadas al sol?
¿Cuándo dejaremos de silenciarlas, violarlas, matarlas?
Como una línea de fuego que se desvanece, el acto teatral culmina con los aplausos y la Diabla Vilma invita a una mujer de la primera fila a bailar al ritmo de «La cumbia de Amalia». Luego la abraza, saluda y se despide del público alzando un pañuelo verde.
Rosario, domingo a la noche, hace mucho calor y es 8 de marzo: todo es tan simbólico y concreto a la vez.
Ficha técnica:
Texto y Actuación: Vilma Echeverría
Matriz dramática: TAPERA Teatro / Pilar Sequeira – Danisa Vidosevich – Vilma Echeverría
Vestuario: Ivana Molina
Escenografía: Florencia Degli Uomini – Ivana Molina
Objetos: Fernando Martin (Fernando Delresto)
Composición Musical: Vanesa Baccelliere
Fotografía: Gustavo Frittegotto – Proyecto Intemperie
Video Ensayo a Cielo abierto: Rubén Plataneo
Gráfica: Ciro Covacevich
Redes: Clara Covacevich
Maquillaje y Peinado sesión fotos: Ramiro Sorrequieta
Asistencia en Dirección y Producción General: Elena Guillén
Producción general: Vilma Echeverría