El viejo Check Point Charlie, devenido en montaje histórico y museo, es uno de los centros turísticos más promocionados de Berlín. Si algo no se puede negar, es que esa zona mantendrá siempre su condición de “sector americano”, con su aire de Hollywood y de mala lectura de John le Carré, pero con la evolución correspondiente del american way of life: en una esquina Mc Donald’s, en la otra Starbucks, y para completar Dunkyn Donuts, en uno de los países de mejor repostería del mundo. La bandera norteamericana pareciera tener más presencia que la alemana, y en una de las calles laterales, a unos doscientos metros quizá, una estatua de George Bush y de Mijail Gorbachov.
Hay una fotografía que se repite, en museos modernos y vidrieras, en postales y murales, y es la del joven cabalgando el muro, el día en el que cayó para siempre. Los norteamericanos suelen fijar estos íconos, generalmente lo hacen con fotografías o filmaciones. Montaron la escena para aquella famosa foto de los soldados irguiendo la bandera en Iwo Jima, la de MacCarthur cumpliendo su promesa de volver al pacífico, antes de masacrar al pueblo japonés en Hiroshima y Nagasaki. El hongo nuclear que precedió al vuelo del Enola Gay también devino en un ícono, primero mostrado con orgullo, después como la imagen de la monstruosidad nuclear, generalmente atribuida a la amenaza soviética. No puedo olvidar la canción de Sting en la que decía que lo único que podía salvarnos era que “los rusos también amen a sus hijos”, como si existiera la posibilidad de que no fuera así.
Pero el relato de la caída del muro –cuyo ícono es quizá esa fotografía, o los “pedazos” los “restos” del muro que se venden y que se exhiben- fue reproducido como el triunfo del capitalismo, y pareciera que Berlín, una ciudad que junto a París y quizá Stalingrado fueron testigos cercanos de la historia del siglo XX, es la prueba viva de eso. La prueba visual, porque podemos ver a las empresas representativas del liberalismo económico invadir la ciudad con sus edificios y sus marcas, y la prueba filosófica y política, más actual y siniestra, que es Ángela Merkel liderando el capitalismo global en Europa. Esa presencia que otros parecen no notar, o que quizá relegan a la belleza innegable de Berlín, a su apogeo cultural y cosmopolita, pareciera ser la reivindicación de esa idea reproducida. La metrópolis partida al medio que amenazaba y detenía la hegemonía imperialista, es ahora el trofeo, la prueba móvil del triunfo. En las puertas de Brandenburgo, donde los soldados del ejército rojo baleaban las defensas del Reichstag, ahora hay hombres disfrazados de oficiales americanos que cobran diez euros para posar en una fotografía, y también está Mickey Mouse, haciendo el mismo trabajo. La libre empresa. El triunfo del capitalismo se afianza en esas imágenes.
Acompañar esto, creerlo, es acaso alejarse de un principio esencial. Cuando hablamos de humanidad, hablamos justamente de una escala global. Hablamos de todos en el planeta. El discurso capitalista nos ha acostumbrado a excluir no sólo de nuestras sociedades y economías a los más vulnerables, sino también de nuestro pensamiento en abstracto. Si tan sólo hay una comunidad en medio de África o en Centroamérica que no tiene aún agua potable, o en la que mueren sus niños por falta de atención médica, todo sistema, ya sea comunista, capitalista, o lo que fuere, ha fracasado. Hemos fracasado. Deberíamos preguntarnos si, cuando hablamos de “nosotros”, la imagen representada es la de todos los seres humanos, la completa dimensión de su diversidad y cantidad.
El demonio interpretado de forma brillante por Al Pacino, en “El abogado del diablo” daba gracias al hombre por el siglo XX. Y es cierto, fueron muchos años en el que no sólo las guerras se llevaron la vida y la paz de la gente, sino además las dictaduras y los genocidios perpetrados por ellas. La dos guerras mundiales, Vietnam, Corea, Afganistán, Indonesia, la Shoa, el genocidio armenio, las dictaduras latinoamericanas, la represión francesa en Argelia, tan sólo para recordar algunas. Por eso es falaz, hipócrita, y decididamente falso afirmar el triunfo de nada. Fue tan sólo el final de un período, que dio lugar a otro tipo de sometimiento, repitiendo un riguroso esquema en el que los dominados y los dominadores continúan siendo casi siempre los mismos, y lo único que cambian son los instrumentos de dominación. Hace 40 años, en medio de la guerra fría y con el muro intacto, los ingresos del 5% más rico de la población mundial eran 30 veces más altos que los del 5% más pobre. Hace 15 años, caído el muro, ya eran 60% más altos, y en 2002 habían alcanzado ya un 114%. Según Jacques Attali, en su libro La voie humaine, la mitad del comercio global y más de la mitad de las inversiones mundiales benefician nada más que a 22 países que albergan sólo al 14% de la población, mientras que los 49 países más pobres, habitados por el 11% de la población, reciben un 0,5% del producto global, casi lo mismo que obtienen los tres hombres más ricos de la tierra. Tanzania tiene un PBI de 2200 millones de dólares por año, que debe distribuir entre 25 millones de habitantes, mientras que el banco Goldman Sachs gana 2600 millones de dólares anuales que reparte entre 161 accionistas. El 90% de la riqueza total del planeta se queda en los bolsillos del 1% de la población.
Las sociedades confunden la incertidumbre que les provoca el capricho del mercado con el miedo al “otro”, el que quizá nos va a quitar lo que tenemos. El capitalismo “triunfante” ha sembrado diásporas en todo el mundo, ríos de gente que se mueven a lugares en dónde pretenden prosperar y en dónde los reciben a balazos, dejando desarraigo y tristeza. Ceuta, Gibraltar, Río Bravo, son nuevos lugares en la memoria de las personas, lugares con una connotación novedosa fijada por el salvajismo del capital global. No es sólo un muro el que nos va a dar esa victoria, sino muchos. Invisibles y alambrados. Son los que rodean la comodidad cálida de los que concentran y acumulan la riqueza. Y no sé si estamos dispuestos, ni siquiera convencidos, a derribarlos.
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