La introducción de un extracto: dicha mítica que posee un hombre dentro de las derivaciones del sueño. La anulación de las paredes que cercan los límites para llegar al vasto objetivo de penetrar en esa mujer carnal –y la demolición de los tiempos remotos en el mundo es sólo unos segundos –, pero aislada por el síntoma mental que impide el sacrilegio de poseerla. Bajo afecciones somáticas que, por azares del universo inquieren, ahora en mi habitación (conformando la membrana que encarcela mi psique rozada por el éxtasis, lubricada de un ambiente esférico de coagulaciones fraternales), absorbiendo mis ideas cayendo al sinfín como una lluvia de frustraciones que ella no comprende y, sin embargo, redime en el aire con su mirada, los sexos. Con su jugo de luz en mi edén imaginario, insertando la semilla en el ocaso acompasado de penuria y en un despertar amnésico, afligido, ser junto a todos el olvido. El presagio o una adivinanza cuyas divinidades elevan al ser –a un campo de drácenas y ficus, que entre sí, nacen dalias y rosas forjando la vida –, ejerciendo el escalofriante sueño que su cuello ambarino atrae –sintió el tacto de mí índice recorriendo su muslo – lento, bien lento, trazando la estela del barco que pasible empieza a bordear el olor de la tierra. No logré saber dónde estaba, si en la calle, con su madre o deshilachada en la luz. Tropezó sin sentido y una angustia célere le golpeó el pensamiento: soy radiante, alguien me hizo mujer.
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