Ensayos | La mano invisible del discurso - Por Joaquín Ficcardi | Ilustración: Francisco Toledo

La mirada fija. La cosa está ahí, ahora es cosa, no es ser. Separado, por fuera, profanador. Para mirar bien, antes hay que destruirse, atacarse y demolerse. Hay riesgo de repetir. Se configura sobre lo configurado, se asume el registro afectivo que nos echan encima, se lo hace propio, creación de uno, y el mundo se mira, entonces, desde ahí, es el reflejo de esa mirada. Lo otro, amenaza. Se ontologiza el demonio, se lo ve, camina, come, pide, asalta. El terror es un asunto de preguntas, hechas o ignoradas. 


«Amar a otro ser significa desear su especie; es decir, el deseo con que él desea perseverar en su ser. El ser especial es, en este sentido, el ser común o genérico y éste es algo así como la imagen o el rostro de la humanidad».
G. Agamben*

Podemos dar cuenta de que el deseo no responde, necesariamente, a los valores morales que desde antaño venimos heredando. Pareciera que la ética y la moral sólo se hallan en el plano de las ideas, porque en el momento en que ponemos en marcha una maquinaria política, optamos por las instituciones segregacionistas, políticas del apartheid que erigen a un otro que luego percibimos como sobrante o resto, cuerpo que está de más, un estorbo social que pone palos en las ruedas del progreso. Por ejemplo, las experiencias que sentimos en los tiempos de estetización de la inseguridad. El ojo es un órgano muy bien estimulado y trabajado ya que con él construimos las imágenes, estereotipos que fijan sustancialidad, nuestra mirada es una cárcel.  

Si decimos que la auténtica política es violenta, no significa que tengamos que masacrarnos mutuamente. No podemos considerar las pulsiones destructivas como una cuestión biológica de orden homo homini lupus, de esta forma estaríamos abordando a la otredad desde lo hostil, la competencia, el otro como una parte servil de nuestro deseo. Que sea imposible producir una política que solucione los problemas vinculares, esto sería haber encontrado el sentido de la vida, no se justifica la vivencia en un mundo individualista, competitivo e indiferente, en el que compartimos lugares donde el otro es más un enemigo que un compañero.

¿Por qué es tan difícil desear el bien común sin tratar de pisotearnos entre pares? ¿Por qué configuramos el mundo de esta manera?

«Drown», por Francisco Toledo

El deseo es una fuente de creación poderosa y frágil a la vez, tanto que puede ser sutilmente manipulable sin que notemos nada al respecto, hasta el punto de desear la represión y la servidumbre. Los dispositivos de dominación tienen el propósito de construir el ser del sujeto, un cambio de objetivo sin duda, ya no es el cuerpo sino el alma. Deleuze y Guattari en El Anti Edipo nos dicen: «…no,  las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario».[1]

Todo cambio empieza por una crítica ontológica de sí mismo, para conocerse primero hay que desconocerse. Con la pregunta se abre una brecha en lo existente, en lo dado, hacia sus condiciones de posibilidad, hacia su modo contingente de configuración, una brecha que deviene apertura. El proceso de reconfiguración identitaria no es tan sólo un cambio ideológico, sino la práctica constructiva de un conjunto social que nos recuerde, ya que lo hemos olvidado, el ser de la otredad.


*Agamben, Giorgio: Profanaciones: El ser especial. Ed. Adriana Hidalgo 2013

[1] El Anti Edipo, pág. 36 Buenos Aires Ed. Paidós Básica 2010


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