Historia colectiva. Parte XII: Un esfuerzo indispensable - Angustiosamente escarbó un poco más el hoyo. Ya era lo suficientemente profundo como para alojar un cuerpo: su propio cuerpo. Carlos lloraba y aunque estaba solo, intentaba esconder su llanto por esa curiosa vergüenza del orgullo. Dejó la pala a un costado y se sentó junto a la fosa. Quizás lo visitó el miedo, ahora […]

Angustiosamente escarbó un poco más el
hoyo. Ya era lo suficientemente profundo como para alojar un cuerpo: su propio
cuerpo.
Carlos lloraba y aunque estaba solo,
intentaba esconder su llanto por esa curiosa vergüenza del orgullo. Dejó la
pala a un costado y se sentó junto a la fosa. Quizás lo visitó el miedo, ahora
que debía proceder. Quizás solo pensaba: tantos años junto a Ernesto para
llegar a esto. Carlos jamás imaginó que los hechos se entretejerían de tal manera
que desembocarían justo en su inquietamente molesto amigo. Cuando lo supo,
quiso renunciar. Pero ya era tarde: todo estaba en marcha y con tanto dinero en
juego abortar era imposible.
Miró su celular: tenía una llamada
perdida. Posiblemente de Dyna, esa maldita hija de italianos que había llegado
a su vida para enamorarlo perdidamente y enrollarlo en problemas. Las cosas
nunca resultan como uno lo espera: de una aventura nocturna pasó al amor y del
amor a los negocios. Los primeros pesos, dinero fácil, fueron una tentación y
pronto Carlos quiso más, insaciablemente.
Dyna era inteligentemente seductora: en
sus labios, todas las tareas eran demasiado sencillas, atrapantemente
sencillas, lo suficientemente como para volver improbable la negación. Carlos
se convenció de que el negocio era redondo. La presencia del comisario Martínez
lo hacía aún más fascinante: Carlos creyó ingenuamente que con la policía
dentro del negocio los riesgos se reducían al mínimo: nada mejor para burlar la
ley que ser quien la dispensa.
Pero ahora estaba su amigo en el medio,
preguntando, observando, investigando fastidiosamente. ¿Cómo convencerlo de que
se aleje? ¿De qué manera lograr que ese viejo testarudo abandone sus
inquisiciones y siga con su vida de aburrido café y amargas notas locales?
A Carlos no se le ocurría la forma de
correr a su amigo del medio. Así las cosas, la única solución que contemplaba
era correrse él mismo. Y como la renuncia no era una de las posibilidades –una
vez adentro, es impracticable la salida- solo le quedaba la opción del
suicidio. Solo la muerte es la redención de los infractores.
La idea de la nota amenazante había sido
de Dyna. Carlos se enteró cuando ya todo estaba concretado. Para colmo, Ernesto
no parecía asustado: no tenía a qué temerle; de hecho, la investigación era el
único motivo para alentar la existencia de aquel viejo huraño, de modo que ni
siquiera la cercanía de la muerte podría hacerlo defeccionar.
Carlos lloraba con mayor intensidad pero
también más tímidamente. Se paró con esfuerzo. Se acomodó junto a la fosa. Miro
los detalles de la tierra húmeda, las vetas que se inscribían en las paredes,
las formas que conseguía el colchón removido del fondo, la luz que cortaba una
de las mitades de lo que prontamente sería su lecho final.
Tenía algunas dudas, como todo aquel que
asume el suicido no por voluntad sino por no tener otra alternativa. Respiró
profundo. Se acarició el costado derecho de su cuerpo, donde guardaba la
pistola. Morir de un disparo ejecutado por él mismo no era la manera más
encantadora de morir, pero era el modo que le tocaba en suerte.   
Creyó ser un tanto egoísta: qué sería de
la vida de Ernesto ahora que él decidía retirarse y dejarlo completamente
expuesto. Se consoló pensando que el viejo podría continuar con sus averiguaciones
y, tal vez, hasta llegará a esquivar las venganzas y desmontar la compleja
trama delictiva. Era un buen tema para una novela, pensó. Por ahí el viejo
zafaba y terminaba saltando a la fama con un policial magnífico. Era poco
probable el desenlace, pero no menos tranquilizador. A fin de cuentas, Carlos
estaba dando su vida y pensar en una alternativa sosegadora era lo menos que
podía exigir.
Sacó la pistola. Se colocó de espaldas al
pozo. Levantó el arma hasta colocarlo a la altura de su sien. Cerró los ojos.
Masticó el vacío. Y con el brazo tembleque, disparó. Al estallido de sangre le
siguió un leve movimiento del cuerpo vencido que dio unos confusos pasos hacia
adelante y los costados. Los ojos se tornaron blancos y la boca se abrió
inmensa. El cuerpo cayó fuera de la fosa. 

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