La santa pureza de las inquisiciones quiso rebelarse a su trance y dirigió sus artes a formar un cuadro de ilustres en las bajezas, maestros soberanos de las astucias de lo insano, obedientes electores de la disciplina del delito, previamente dictada con sus privilegios y prevenciones por aquellos rectos y doctos hombres que ahora se habían ganado sus justos enemigos. De esas fábulas con que se alimentan las noticias y los telediarios.
En los tiempos del espanto generalizado y cuando los honores de la propiedad sufren las asechanzas de los Generadores de Terror, quienes devotamente distribuyen sus mensajes de apocalipsis cercanos y estallidos tan venideros como incontenibles y furiosos, muchos son quienes destinan sus prédicas a los asuntos del delito y la criminalidad, pero –debemos reconocerlo– pocos recuerdan las experiencias del doctor Rodanesio Fernández, uno de esos hombres decididos que orientó sus días en dirección a una causa y se abocó de lleno a la búsqueda de soluciones que aumentaran la tranquilidad civil, tan presa del pánico como de los antidepresivos y los programas de la tarde. Nuestro hombre –el estimadísimo doctor, que sólo tiene que ver diagonalmente con el nudo en cuestión– vivía en una lujosa casa en un barrio residencial.
El bacán, sin embargo, se tomaba siempre su tiempo para tener un contacto directo con la realidad (según definía en sus prédicas académicas, esa era la vocación necesaria –decía– para encontrar soluciones verdaderas): montado en su camioneta blindada –importada libre de impuestos desde Alemania–, seguido a rigurosos treinta metros por los negros autos de su seguridad privada –porque siempre hay algún zaparrastroso que no respeta la autoridad– recorría los barrios de la ciudad y hasta, cierta vez, bajó la ventanilla y, asomando levemente su mano con algunas monedas, rozó la punta de los dedos de uno de los limpiavidrios de las esquinas. Era un hombre que conocía con quien trataba, en definitiva.
«Soy un hombre que conoce a la gente –solía decir–, gente bien y delicada, y gente sucia e ignorante. No tengo prejuicios, yo nunca mandé a la cárcel a alguien por ser morocho, lo mandé porque encima era ladrón». De todos modos, lo importante de nuestro filantrópico pero casual protagonista, es que de aquellas abismales (así las definía en sus relatos cargados de intensidad aventurera) extraía los contenidos para la formulación de sus propuestas como legislador. Suya fue, precisamente, la iniciativa que produjo una verdadera revolución jurídica: el preclaro hombre supo cómo endurecer definitivamente las penas, con el propósito de inspirar terror en los potenciales delincuentes e inhibir los instintos delictivos que envuelven a las almas débiles («nada mejor que la disuasión –explicaba– y la disuasión es sinónimo de un buen castigo»).
A partir de entonces, las penas pasaron a ser aplicadas sobre quienes cometían algún delito (por muy menor e inofensivo que fuera) pasaron a ser sumamente estrictas y violentas. Los abogados, desconcertados ante la modificación del cómodo statu quo, debieron repasar los ya vetustos códigos que desconocían las alteraciones impulsadas por el doctor Fernández. Ninguna de las sacrosantas tradiciones, tan celebradas por emotivos leguleyos, se mantuvo como antes: en el camino quedaron muchos letrados que no lograron aprehender las nuevas disposiciones con la celeridad que la realidad imponía; otros, más pragmáticos, con la ignorancia de las nuevas leyes, supieron disimular la ignorancia de las leyes antiguas.
Pero el cambio más importante fue el producido sobre el comportamiento de los delincuentes. Y esto es lo que nos trae hoy aquí y justifica (si es eso posible) este relato.
Obligados a rever sus funciones, los hombres del delito debieron aquilatar sus métodos y aplicarse a una ardua tarea de investigación. Algunos estudiosos, amantes de los epítetos, dijeron darle un nombre a este movimiento de aplicados delincuentes que perfeccionaban sus técnicas y le daban un frondoso respaldo teórico (indispensable para justificar sus actos ante las inflexibles leyes y así poder continuar con su profesión). Así que los fervorosos seguidores de los títulos sintetizadores los llamaron (no muy inspiradamente, reconozcámoslo) «La Ilustración Delictiva» o «El Iluminismo Criminal».
El punto es que, desconcertados por la apremiante situación a que se los exponía y procurando soslayar la incertidumbre suscitada por el desconocimiento de los efectos, los practicantes del delito se volcaron a la profusa lectura (al ritmo de los abogados o, quizás, con mayor interés: ¿Es mucho esfuerzo eso?) de las distintas tipificaciones de delitos y sus correspondientes penas. Necesitaban los pobrecitos trabajadores de la ilegalidad conocer los márgenes en donde se articulaban sus acciones y, por lo tanto, ser conscientes de los riesgos penales que corrían.
Algunos más débiles de memoria, para evitar olvidos y confusiones en el rigor tenso de los hechos, llevaban un pequeño código penal de bolsillo, que una editorial que ya olvidamos, con astuto oportunismo, supo lanzar al mercado. De este modo, antes de cometer un delito, el susodicho consultaba las penas a las que se exponía y, de acuerdo a las consecuencias prácticas, ejecutaba las acciones. El arte del delito se había obligadamente conducido hacia las finezas y la estrategia cautelosa.
De cualquier forma, el nuevo código presentaba (como todo) sus puntos flacos y permitía situaciones novedosas. El moderno doctor Fernández, como buen amante de las formalidades, había dispuesto en el nuevo código la reducción de las penas si el ladrón de turno pedía permiso y agradecía la gentileza de sus víctimas (en el caso de aquellas que no hubieran provocado disturbios, griteríos o convocado a las fuerzas policiales induciendo desmadres mayores). El código del afamado doctor, incluso, estipulaba la absolución plena en caso de que hubiera «presentación como corresponde al buen gusto por parte de los delincuentes», por lo cual, estos comenzaron a vestir sus mejores ropas (ahí andaban vestidos con sus elegantes trajes y sus sobrias corbatas, luciendo deslumbrantes zapatos y abrigos acordes) y desde entonces no fue extraño encontrar a alguno vestido de frac con un televisor cargando en las espaldas o atracando a una frágil viejecita en alguna esquina.
El sacrificio para ejercer los viejos oficios del ladrón era ahora altísimo. ¡No cualquier mequetrefe podía oficiar de delincuente! Así muchos ladrones (los más prudentes y realistas) comprendieron que era mucho más redituable y menos riesgoso robar un banco antes que un almacén, especialmente, si se lo realizaba desde puestos administrativos
La aplicación de los delincuentes implicó una profesionalización que no todos (¡pobrecitos, ellos, los ahora desocupados!) pudieron afrontar. En consecuencia con estas altas exigencias, muchos delincuentes de toda la vida debieron sufrir la enorme angustia de abandonar su oficio y buscar nuevos rumbos, tal vez en ámbitos profesionales donde fueran necesarias menores capacidades. Acaso esa fuera alguna de las razones por las cuales muchos de los delincuentes desocupados se hicieron, sin más rodeos, agentes policiales. Muchos de ellos, explicando su cambio, llegaron a afirmar que no habían abandonado la carrera, sino que habían dado un paso adelante en ella.
Los errores emergieron, ya que las sutilezas no fueron contempladas a la hora de las modificaciones de la ley. Esto dio lugar a que, los delincuentes en actividad, ahora avezados hombres de leyes, siempre encontraran algún recurso argumentativo para defender sólidamente su inocencia o reducir sustancialmente las penas. Finalmente, sólo caían aquellos cuyas aptitudes retóricas eran notoriamente inferiores o los temerarios que, pese a los riesgos advertidos por el código penal, afrontaban la situación con infértil confianza y se topaban con el fracaso.
Muchos jueces, por aquellos celebérrimos días, presentaron sus reclamos por la enorme cantidad de delincuentes que debían liberar involuntariamente y, especialmente, sin recibir ninguna recompensa económica a cambio. Su trabajo –chillaban– pasó a ser el de un simple ujier, aunque con sueldos de privilegio. Los abogados –profesión a la que pertenecía nuestro doctor Fernández– cayeron al vacío existencial: ya casi sus servicios no eran requeridos por clientes que ahora sabían diestramente (quizás mejor que ellos) defenderse.
Los roles de los delincuentes y de los abogados quedaron fusionados (por lo menos, mucho más fusionados que antes). De hecho, muchos abogados se dispusieron a delinquir abiertamente robando y extorsionando, sólo que sin cobrar honorarios por ello. El resto no tuvo mayores problemas, ya que había asegurado carrera en alguna de las múltiples posibilidades que ofrece el título de doctor. Pero la iniciativa del queridísimo doctor Fernández gozó de una demasiado breve vigencia, al punto tal que se ha perdido entre los incontables papeleríos de remotos archivos y ya casi nadie tiene memoria de su entorpecida existencia.
La norma fue derogada por unanimidad, gracias a la presión del secreto gremio de jueces y fiscales, espantados con que otros también pudieran opinar con fuerza legal. Nuestro mentado doctor Fernández, cumplido su mandato (en la corrección irrelevante que mandan los preceptos liberales de la democracia) y restablecidas las viejas condiciones, regresó a su antiguo empleo, asesorando delincuentes sobre cómo esquivar las garras de la ley y cobrando onerosos honorarios, sin contar los especiales servicios de sus arreglos extra-judiciales.